Reforma laboral como imperativo ético

Cinco Días, 16 de julio de 2009, p. 5

El ordenancismo que pesa sobre las relaciones laborales tiene su origen en leyes franquistas. ¿Por qué sigue vivo 34 años después de morir el dictador?

Alguien podrá pensar que la regulación laboral es errónea pero bien intencionada. No lo creo. No es probable que el Estado, en su afán de proteger a los trabajadores, olvide que dos no contratan si uno no quiere. El problema no reside en la miopía paternalista del Estado, sino en la desigualdad con que trata a sus hijos.

En España, conviven dos clases de trabajadores. Por un lado, la élite que disfruta las “colocaciones” del sector público y grandes empresas. Por otro, los trabajadores temporales, en gran medida jóvenes, mujeres e inmigrantes, así como los autónomos marginales.

Esta dualidad se manifiesta en todos los rincones de nuestro mercado de trabajo. Principalmente, en el acceso a empleos estables a largo plazo.

Más que nunca, necesitamos esos empleos estables, en los que los trabajadores puedan adquirir experiencia y acumular conocimientos. Pero la estabilidad está reservada para la élite laboral. El actual contrato fijo no favorece las relaciones a largo plazo porque el empresario ha de seguir pagando al trabajador, sea cual sea la productividad y actitud de éste.

Lógicamente, el empresario se protege. Para empezar, evita el empleo a largo plazo, sustituyendo trabajo por capital y trabajo a largo por trabajo a corto. Cuando no le queda otro remedio que contratar a largo plazo, elige a quienes le merecen confianza, los que garantizan ser productivos incluso dentro de un contrato que les permite abusar. Acaba así contratando a aquéllos que aportan señales creíbles de su futura actitud cooperativa. Señales que, dado el calamitoso estado de nuestra educación, están solo al alcance de los más ricos y mejor conectados.

Se critica a los empresarios por no contratar trabajadores. Pero no es casual que pocos españoles quieran ser empresarios, y menos aun empleadores. Esta crisis vocacional se constata incluso en las facultades de Administración de Empresas de regiones que un día presumieron de espíritu empresarial. No es solo que esté mal visto ser empresario: en una sociedad que adora el dinero, si los jóvenes no quieren ser empresarios cabe interpretar que no debe ser muy rentable.

Los contratos temporales son también un instrumento para la desigualdad; pero no por ser temporales, sino por ser improrrogables. Esta restricción impide que sirvan para instrumentar relaciones a largo plazo sin riesgo de oportunismo. Se reservan así las relaciones a largo para la élite laboral que sí es capaz de aportar las señales adecuadas.

Por no hablar de la hipocresía adicional que padecen los contratos temporales, cuyos críticos más acerbos son los primeros en usarlos para sus propios empleados, como ha hecho algún sindicato.

Y tampoco están libres de doblez las organizaciones patronales. Dicen ser partidarias de flexibilizar los contratos, pero no lo son tanto de una medida igual de necesaria, como es el liberalizar la negociación de los convenios colectivos. Quizá temen perder buena parte de su razón de ser.

La crisis exacerba el descontento social y acabará haciendo que estas desigualdades sean insoportables. La mitad privilegiada del país no puede seguir viviendo a costa de la otra mitad. Si quiere mantener su nivel de vida, habrá de esforzarse por merecerlo. Es hora de que la soberanía popular elimine privilegios, y restaure los olvidados valores de la justicia y la igualdad de oportunidades. La reforma laboral es un primer paso imprescindible para lograr la sociedad más justa, abierta e igualitaria a la que todos aspiramos.