Menos "facturas sombra" y más transparencia fiscal

Arruñada, Benito (2010), “Menos ‘facturas sombra’ y más transparencia fiscal”, Expansión, 26 de junio, 46.

España se juega su futuro en un tardío intento por reducir el gasto público, modificar los incentivos de sus ciudadanos y hacer más productivos sus escasos recursos. Suecia consiguió reducir un déficit similar sin grandes sobresaltos. Nuestros acreedores dudan de que seamos capaces de conseguirlo.

Desde luego, los votantes españoles no somos suecos; y tardaríamos varios siglos y otra Reforma Protestante en aprender a serlo. Por suerte, no hace falta: basta con mejorar la información acerca de la cosa pública.

En España, se tolera la corrupción y el despilfarro porque muchos españoles no saben que es su dinero el que se dilapida. Incluso aquellos que lo saben no sienten los fondos públicos como suyos.

Para que el votante deje de escurrir el bulto en la acción política, bastaría con que sufriera emocionalmente los dislates públicos. Bastaría que se enfadase, como se enfada cuando le roban la cartera. O cuando sospecha que se ha cometido un fraude en su comunidad de vecinos. En tales casos, la comprensión del fenómeno y el consiguiente enfado son inmediatos: se siente dueño de los recursos robados y es consciente de haberlos pagado.

Nada más fácil de lograr en la esfera pública.

Empecemos por modificar la falaz distinción entre seguridad social a cargo de la empresa y del trabajador. Denominémosla por lo que realmente es: un “impuesto sobre el trabajo”, y dictemos por ley que conste íntegra en todas las nóminas y declaraciones de la renta. No sólo eso: hagamos que los salarios se abonen en las cuentas bancarias por su importe bruto, deduciendo a continuación, pero en apuntes separados, los pagos a la seguridad social y las retenciones por IRPF.

Obliguemos también a que las tiendas exhiban los precios sin IVA. Sólo unas pocas lo hacen actualmente, y a muchos clientes no les gusta. Precisamente por ese motivo hace falta una norma imperativa, para que todos contribuyamos al bien público siendo ciudadanos más conscientes y mejor informados.

Fijemos, incluso, las escalas del IRPF de modo que a la mayoría de los contribuyentes nos salga una declaración positiva. A muchos votantes les educará más pagar 100 Euros de cuota diferencial que padecer, sin saberlo, unas retenciones anuales de 10.000. Blindemos, además, el cambio, de modo que se requiera una mayoría cualificada para volver a la situación actual.

El coste de la transparencia fiscal es bajo comparado con otras medidas igualmente necesarias, como el copago sanitario, en cuya administración se gastarán buena parte de los ahorros que genere. O comparado con la entrega de “facturas sombra” a los usuarios de los servicios públicos, que vendrían a crear otra burocracia inútil. Y a reducir la transparencia, haciendo honor a su nombre, ya que, al destacar el valor de los servicios, tales facturas esconden cuánto hemos pagado por ellos.

Al contrario que el autobombo de las facturas sombra y la publicidad institucional, la transparencia fiscal sometería las decisiones públicas a un escrutinio más intenso. Por eso no ha sido del gusto de nuestros políticos, quienes han preferido alimentar el oscurantismo y la ilusión del maná público, cuando no la mentira de que los impuestos los pagan los ricos. Pero la situación ha cambiado con la crisis. Sin que los votantes tengamos una mejor conciencia acerca del origen de los ingresos públicos, ¿cómo vamos a apoyar las reformas que necesitamos?

Esas reformas, en esencia, deben ajustar libertad y responsabilidad: conseguir que quién decida esforzarse —quien decida educarse, emigrar, arriesgarse, invertir, gestionar mejor su empresa o, si es un ente público, sus ingresos fiscales— esté más seguro de que su esfuerzo merece la pena. Esas reformas consisten, en hacer que España sea más una meritocracia y menos una tribu.

Para avanzar en esa dirección se requieren ciudadanos libres, no meros rebaños de votantes; y la libertad requiere información más que educación. Por fortuna, la calidad ciudadana no depende de la educación académica, que a menudo la empeora. La educación ciudadana ha de ser automática, un subproducto inexcusable de las transacciones sociales y económicas.

Ya que no podemos aspirar a ser suecos, seamos al menos contribuyentes informados. Mejorar la transparencia fiscal tiene un coste bajo y es rentable incluso a corto plazo. Si los mercados empezasen a creernos capaces de acometer las reformas, volveríamos a tener crédito y a pagar menos intereses.