Todos tenemos la culpa de los males de España

Entrevista por Eduardo Lagar, La Nueva España, 7 de septiembre de 2025

• El vegadense Benito Arruñada, catedrático de Organización de Empresas en la universidad barcelonesa Pompeu Fabra, considera que la raíz de los problemas del país está en que los españoles "participamos en política como parte de una tribu, no de una forma racional». Por eso "no deberíamos sorprendernos que tengamos malos políticos"

• "El sistema español, por su fiscalidad y muchas de sus leyes, siempre termina castigando a quienes se esfuerzan y producen algo más" • "La igualdad ha desaparecido en España en muchos sentidos y la separación de poderes está al borde del colapso"

El economista Benito Arruñada (Vegadeo, 1958), es catedrático de Organización de Empresas de la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona). El pasado día 23 de agosto fue homenajeado dentro del encuentro anual de la asociación Amigos del Eo. En otoño, la editorial «La Esfera de los Libros» publicará su libro «La culpa es nuestra» sobre la situación de España, sus problemas políticos y económicos y las soluciones que propone.

- ¿Por qué la culpa es nuestra?

Pues porque me parecía la manera más clara de resumir el mensaje. En realidad, el título no es mío: lo puso José Manuel Calvo, que entonces era director de Opinión de El País, un artículo que publiqué en 2014. En aquel momento se hablaba mucho de las “élites extractivas”, y mi artículo le daba la vuelta: no son solo las élites, aquí somos todos corresponsables, somos “masas extractivas”. La idea es muy sencilla: los políticos hacen lo que hacen porque se lo permitimos y porque les pedimos cosas que en realidad son imposibles de cumplir. Queremos vivir bien, pero al mismo tiempo rechazamos organizar la sociedad de un modo que lo haga posible. Por ejemplo, si hubiera más competencia, a todos nos iría mejor; pero rechazamos la competencia, salvo cuando se trata de aplicarla a los demás. Y claro, así es difícil. Lo mismo pasa con el empleo: todos queremos trabajos estupendos, pero luego ponemos tantas trabas a los empleadores que les resulta imposible organizarse con libertad.

- Entonces el problema clave de España está en…

En que la política funciona, las instituciones también, pero nos dan lo que pedimos. Y lo que pedimos, como solemos hacerlo de forma bastante irracional y emocional, no coincide con lo que realmente queremos. Se ve en cualquier sitio donde mires. Queremos viviendas asequibles, pero votamos de manera que las políticas viables hacen que la vivienda sea cara y que muchas estén vacías. Lo mismo con los alquileres: exigimos que se congelen los precios y que se proteja a los okupas, y el resultado es justo el contrario, que se encarece la vivienda y desaparece la oferta. También queremos conservar las ciudades intactas, que no se construya en altura, o que cada promoción tenga jardines y viviendas sociales. Pero luego nos sorprendemos de que falten pisos y sean caros. Al final, olvidamos algo muy básico: que todo tiene un coste, y nos negamos a mirarlo de frente.

*- *¿En qué más ámbitos se produce esa ceguera de la que usted habla?***

Con los contratos, claramente. Los regulamos de tal manera que muchas veces los volvemos imposibles. Siempre pensamos en proteger a la parte que consideramos más débil: el trabajador, el inquilino o el deudor. Puede estar bien en situaciones concretas o en plena crisis. Pero no debemos olvidar que en esos contratos siempre hay otra parte. Y si la cargamos con demasiadas obligaciones, es de esperar que se proteja o, directamente, que abandone el mercado, que es lo que ha sucedido con los alquileres o el empleo. ¿Por qué tenemos un nivel de paro tan alto? Pues porque contratar es caro y arriesgado, y a muchas empresas sencillamente no les compensa hacerlo, sobre todo con un compromiso a largo plazo. En educación pasa algo parecido: exigimos todo sin darnos cuenta de los costes que implica y terminamos con un sistema que no da lo que promete.

- ¿En qué sentido?

En el sentido de que hay una desconexión total entre los medios y los fines. La educación, si queremos que funcione, requiere esfuerzo. Pero hemos dado en creer que educar jugando es igual de eficaz, y lo hemos convertido en un ejercicio casi lúdico. Así, los chavales acaban con un título en la mano, pero sin la preparación real que necesitan. Les inflamos las expectativas, pero no su productividad. Y eso es una receta segura para la frustración. Muchos padres, en vez de asumirlo y ayudar a sus hijos a afrontar esa realidad, prefieren consolarse pensando que el problema está en las empresas o en el “modelo productivo”, que no ofrece los empleos que supuestamente merecen sus hijos. Pero esa es solo una excusa. Lo que pasa es que, de media, nuestros jóvenes no salen bien preparados. Eso no quiere decir que no haya jóvenes excelentes —los hay, y muchos—, sino que el nivel promedio es muy deficiente.

- Pero el mantra que se repite es el de “la generación mejor preparada de la historia”.

Sí, ese es el eslogan oficial, pero es un autoengaño. La gran reforma educativa del año 70, en pleno franquismo, ya fue en la dirección de rebajar estándares: se eliminaron las reválidas, los cursos selectivos. Desde ahí hemos ido cuesta abajo. Hoy se aprueba casi todo, se reparten sobresalientes por rendimientos mediocres y se promociona sin esfuerzo real. El resultado es que tenemos generaciones con más títulos que nunca, pero no mejor preparadas. Ni en conocimientos ni en actitud. Y la actitud, a veces, es incluso negativa: chicos que llegan al mercado laboral esperando mucho y ofreciendo muy poco.

- ¿En qué se basa?

En varios indicios muy claros. Los indicadores internacionales nos muestran una caída notable en términos relativos. Y el mercado laboral lo confirma: las empresas dicen que no encuentran gente preparada para los puestos cualificados que necesitan. Es decir, hay una inadecuación enorme entre títulos y preparación. Tenemos muchas titulaciones, sí, pero también muchas “carreras Mickey Mouse”, como alguien las llamó. Al final, hemos convertido buena parte de las universidades en malos institutos. El dato más rotundo es el de la OCDE: las competencias medias de un graduado universitario español son inferiores a las de un bachiller holandés. Y ojo, hablo siempre de promedios, lo que no quita que haya estudiantes excelentes; pero en términos sociales lo que importa es la media, y esa media es baja. Y, por lo demás, Holanda dista de ser líder mundial en educación.

- Entonces, por resumir, según su punto de vista, somos responsables de una especie de “dejación de funciones” como ciudadanos

Sí, algo de eso pasa en todos los países, pero en España se da con más intensidad. En el libro comparo con Reino Unido, Francia, Alemania o Italia, y aquí elegimos a los políticos más por afinidad que por competencia, de una forma muy emocional y poco crítica. Queremos que sean “de los nuestros”, aunque no sepan gestionar. No participamos en política como en un proceso racional, sino que lo hacemos como parte de una tribu. Y claro, luego no debería sorprendernos que tengamos malos políticos: los elegimos así porque preferimos que sean afines antes que competentes. Lo mismo con la corrupción: si es de “los nuestros”, tendemos a perdonarla. Eso sí, después nos quejamos mucho de “los políticos”, pero casi siempre de boquilla, porque en las urnas seguimos votando igual.

- ¿Y cómo nos regeneramos?

Ha habido muchos intentos, claro. Pero casi todos han buscado la regeneración desde arriba. Lo vimos tras la crisis financiera, cuando surgieron nuevos partidos que prometían un cambio profundo y terminaron fracasando: no solo desaparecieron, sino que reprodujeron todos los vicios de los viejos. Eso debería hacernos pensar. Si el problema de fondo somos los ciudadanos, es muy difícil que un cambio “desde arriba” funcione. Por eso insisto en que la regeneración empieza en nosotros. En democracia, la culpa no es solo de los políticos ni de las élites: es, sobre todo, de unas masas de votantes que a menudo se comportan como si les bastara con la mediocridad. Y a veces incluso parece que preferimos vivir peor con tal de que nadie de al lado viva mejor. Esa es la verdadera trampa: cuando la envidia pesa más que la ambición, no hay reforma posible.

- Usted define el Estado de las Autonomías como una “estructura de captura de rentas”. ¿A dónde vamos en ese ámbito? Y, en especial, con el nuevo tratamiento fiscal que va a recibir Cataluña.

El procés catalán ya no es solo un problema catalán, es un problema español. En 2017 se habló mucho de independencia, pero se pasó por alto algo esencial: que tenía un carácter profundamente antidemocrático también en cuanto a los fines. No se trataba solo de crear una república independiente, rompiendo una Constitución tan “catalana” como la de 1978, sino de instaurar en Cataluña un régimen político sin igualdad ni separación de poderes, en beneficio de una minoría de catalanes. Ese modelo, de una manera u otra, se está extendiendo de hecho al conjunto de España en los últimos años. Hoy la igualdad casi ha desaparecido, en muchos sentidos, y la separación de poderes está al borde del colapso: El Constitucional se ha convertido en un apéndice del Gobierno, la administración actúa al servicio del Ejecutivo, y vemos a la abogacía del Estado o a la fiscalía comportándose como abogados particulares no solo de los gobernantes sino de sus allegados. Solo queda una parte del poder judicial resistiéndose, igual que pasó en 2017 en Cataluña.

Pero aquí conviene subrayar que sería demasiado cómodo culpar solo al PSOE o a Sánchez. El sanchismo es un síntoma, no la enfermedad. Si ese partido sigue teniendo alrededor del 30% de intención de voto, y con sus aliados alcanza cerca del 50%, eso significa que hay un problema mucho más profundo: el de nuestras propias preferencias ciudadanas. Porque, al menos la mitad del electorado cree que tener mayoría es suficiente para cambiar la Constitución y hacer lo que le plazca, sin respeto alguno a la otra mitad. Hay un déficit grave en cuanto a los principios morales en los que se asienta la convivencia. Y hay miopía porque tampoco consideran que pasado mañana pueden estar en minoría.

- Un lector que esté leyendo esta entrevista puede decirse: parece que todos estamos equivocados porque no opinamos lo mismo que el entrevistado, un economista de pensamiento liberal.

En absoluto. A mí no me molesta que el sistema político aplique políticas sociales, siempre que seamos coherentes. Lo importante es entender las consecuencias de los medios que usamos. Cojo el ejemplo de la vivienda: no me parece mal que el Estado, las autonomías o quien sea, recaude más impuestos y con ellos redistribuya o dé vivienda gratis, si eso es lo que decidimos como sociedad. Lo que me parece mal es que se intente dar vivienda gratis a costa de los propietarios. Porque eso solo agrava el problema: los propietarios se resisten, dejan de construir, de alquilar, los bancos dejan de dar hipotecas. Entramos así en un círculo vicioso que acaba en Venezuela, o peor. Además, en el fondo, es una actitud hipócrita: en lugar de exigir a los políticos que nos cobren más impuestos para financiar esas políticas redistributivas, pretendemos que las paguen otros. A costa de “los ricos”, que por cierto nunca son los verdaderamente ricos —pues esos tienen mil formas de escaparse—, sino a costa de los que simplemente trabajan y ahorran un poco más que la media. Y nuestro sistema, con su fiscalidad y muchas de sus leyes, siempre termina castigando precisamente a esos: a los vecinos de escalera que se esfuerzan y producen algo más.

- Es decir, a usted lo que le molesta no es tanto que no se respalden políticas liberales como que no seamos conscientes del coste que supone adoptar otras políticas antiliberales, digamos.

Exacto. El problema no es que se adopten políticas distintas a las liberales, sino que no asumimos sus consecuencias. Si de verdad queremos limitar la libertad de contratar y de operar en la economía, la alternativa coherente sería socializar todos los medios de producción, todos los recursos, toda la riqueza. Pero eso no es lo que quiere mucho ciudadano. Quiere algo mucho más cómodo: que se redistribuya, pero solo a costa de los demás.