Sánchez en su Waterloo

The Objective, 17 de diciembre de 2023

Al día siguiente de perder las elecciones municipales, Pedro Sánchez convocó elecciones generales para el 23 de julio. La fecha molestó mucho en España porque coincidía con el arranque de las vacaciones de verano. Molestó menos que coincidiera con el inicio de la Presidencia española del Consejo Europeo, aunque ya entonces era obvio que esa Presidencia quedaba muy debilitada.

De hecho, esa coincidencia nos ha costado otra oportunidad para avanzar los intereses nacionales. Pero también está teniendo efectos positivos; sobre todo, al desvelar a ojos europeos las sombras del personaje. Su oportunismo ha multiplicado el efecto de una ley de amnistía que desaprueba la mayoría de los españoles, que el propio PSOE juzgó inconstitucional hasta el escrutinio electoral, y que, para escándalo de toda Europa, impide investigar y por tanto perdona ex ante presuntos delitos de terrorismo y malversación.

Todo ello sirve para que nuestros vecinos empiecen a enterarse del peligro que entraña el actual socialismo español para la propia Europa. Hasta ahora, ese peligro había permanecido oculto tras unas formas exquisitas. Sánchez es un populista radical en los hechos; pero, como señala David Mejía, “viste con corbata” las formas, pues “no se erige como azote del establishment, sino como su más noble encarnación… y discursivamente defiende los valores de la democracia liberal”.

Todo lo contrario que nuestro centro derecha y, aún peor, sus vecinos más a la derecha, que tienden a exagerar las formas, quizá para disimular sus carencias de fondo. Un error éste que tal vez atribuible a que no alcanzan a apreciar los estereotipos que padecemos los españoles y que, sea cual sea su verosimilitud histórica, distorsionan cómo nos perciben nuestros vecinos. Sólo sus reiterados errores permiten a Sánchez presentarse como paladín de la democracia y el estado de derecho, pese a que es, de hecho, su principal amenaza.

Por suerte, como muestran las reacciones de las pasadas semanas, el desprecio de Sánchez a la Presidencia de turno del Consejo y una ley de amnistía políticamente impresentable han logrado que su retórica resulte ya increíble a muchos europeos.

Por eso intenta ampliar su estrategia. Como avisaron hace años Alejandro Fernández y Juan Milián, ya ha logrado españolizar el procés separatista, al extender a toda España la crisis de convivencia que sufren el País Vasco y Cataluña. Estas semanas, desde Gaza a Estrasburgo, Sánchez ha ido un paso más allá y ha empezado a europeizarlo, al erigirse en caudillo de la izquierda progresista frente a un supuesto asalto de la extrema derecha.

Lo tiene difícil, pues ha pactado su investidura con algunos de los partidos más extremistas y retrógrados de toda Europa. Si, como nos recordaba estos días el propio Sánchez con palabras de Donald Tusk, “el problema de flirtear con la ultraderecha es que empiezas a pensar igual que ellos”, imaginen la evolución mental de quien es capaz de pactar a la vez con supremacistas de extrema derecha y con exterroristas de extrema izquierda.

Pero Sánchez no sólo lleva ya muchos años evolucionando. También sobrestima su capacidad de disimularlo, porque sufre una versión peculiar del Principio de Peter. Al haber prosperado en un país donde la mentira apenas recibe castigo, cuando sale de España no se recata, y sigue mintiendo sin rubor alguno. No aprecia el riesgo de que puedan castigarle cuando le pillan haciendo trampas.

Además, en realidad, su frentismo le ha funcionado en España sólo por la inepcia de sus rivales y el sectarismo de sus partidarios. Cierto es que cabe albergar tantas dudas de la competencia de la derecha europea como de la española. Pero la izquierda europea es menos frentista, e incluso está dando muestras de sensatez, desde la moderación que practica la izquierda portuguesa al giro copernicano que están dando las socialdemocracias escandinavas en sus políticas migratorias y energéticas. Y tanto la derecha como la izquierda anticipan que el PSOE pierda posiciones en las elecciones europeas, aunque sea porque muchos de sus votantes necesitan castigarle pronto para así lavar su conciencia y poder seguir votándole más tarde. Con un derrumbe electoral, su capacidad de influencia europea iría muy a menos.

Si el frentismo sanchista puede tener alguna oportunidad es sólo a medio plazo, con ocasión de la incierta pero inevitable reducción del gasto público. El riesgo para la Unión Europea es notable. Quien tanto ha deteriorado la convivencia en España podría llegar a poner en peligro el euro, si con ello atisba la posibilidad de conservar el poder.

Por todo ello, la oposición española debe intensificar la efectividad de su presión en Europa, abandonando tanto las estridencias como el fuego amigo y el patriotismo decorativo que, durante décadas, le ha servido como excusa para dedicarse a vender favores. Pero debe centrar sus argumentos no sólo en el riesgo que el sanchismo supone para España, sino en el que también representa para Europa. Nuestros acreedores deberían ser los primeros interesados en librarse de semejante deudor, antes de que pueda usar cualquier ocasión para acelerar su huida hacia adelante.