Receta para un crecepelo

Voz Populi, 20 de diciembre de 2020

Dicen los médicos que, en 2020, hemos consumido muchos antidepresivos y ansiolíticos; pero sospecho que están a punto de superarles los crecepelos anticrisis, aunque se vendan sin receta ni control alguno de calidad. Con el derrumbe económico en ciernes, aumenta como nunca la demanda de estos ungüentos mágicos; y la oferta no se hace esperar. Quizá en honor al credo ecológico de moda, solo recicla las más rancias políticas del pasado siglo, aunque con ellas promete colocarnos en una proverbial “senda de bienestar y desarrollo sostenible”.

Como los que curan la calvicie, estos crecepelos anticrisis ofrecen esperanza a bajo coste. Son indoloros. Nada de cirugías ni reformas que requieran esfuerzo y competencia, descartadas de plano porque ya se sabe que no es momento de causar más dolor. En realidad, nunca lo es: el dolor no vende.

Lo más parecido que incluyen a un principio activo es un optimismo inquebrantable. En lo macroeconómico, recurren al keynesianismo mágico, esa creencia de que, mediante los míticos efectos “multiplicadores” del gasto público, podemos crecer tirándonos suavemente de las orejas. En verdad, son aquí peor que míticos, porque olvidan que nuestro sector público ha demostrado hasta la saciedad que no sabe gastar; y que, debido a su secular afición al despilfarro, carece tanto de liquidez para pagar el gasto como de crédito para financiarlo.

El mantra equivalente en el plano empresarial es que debemos y podemos salvar a todas las empresas porque —nos dicen, como si fuera obvio— la crisis es completamente exógena. Se desentienden así de que unas empresas han sido más precavidas y son más eficientes que otras y, por tanto, ni merecen ni conviene a la sociedad que todas ellas tengan igual posibilidad de sobrevivir. Peor aún, el que las malas sobrevivan hace mucho más probable que mueran las buenas.

Da igual. Todo comprador de crecepelo descarta que la causa de su calvicie sean sus propios vicios. Normal que los crecepelos anticrisis atribuyan, ya no la aparición, sino los daños causados por la crisis a impactos por completo exógenos. Nada es responsabilidad de los afectados, aunque durante décadas estos se hayan comportado voluntaria y conscientemente como si las crisis no fueran recurrentes. Todo vendedor de este tipo de pócima oculta el papel de la previsión para predicar sin decirlo que los países y empresas previsoras merecen el mismo trato que quienes han vivido al día o incluso a crédito.

Por desgracia, el optimismo no es un placebo inocuo, sino que origina graves efectos secundarios. Por un lado, inmuniza contra la crítica; por otro, desplaza responsabilidades. Por eso, apelan tanto al eslogan de que “solo debemos temer al miedo”, gigantesca rueda de molino que prescriben con fruición nuestros curanderos económicos. De este modo, no solo presentan al mismo gobierno que agrava la crisis como al Gran Salvador, sino que demonizan a quien señala ese riesgo de estar yendo a peor como un “pesimista”, un hereje agorero al que acusan implícitamente de desear que las cosas vayan mal; y explícitamente de generar malas expectativas, las cuales, al desanimar a los agentes económicos, empeorarían la situación.

Silenciada la crítica, se impone la creencia —que no pensamiento— en grupo, con lo cual incluso quien hasta entonces se esforzaba en ser ecuánime suspende el ejercicio de su razón. Se aceptan así, apenas sin discusión, políticas que antes de la crisis se consideraban disparatadas, y se forja un consenso esencialmente reaccionario. Como pieza esencial del consenso, se tolera el más miope de los presentismos, de tal modo que se ocultan los daños a medio y largo plazo, olvido al que sirve de excusa la transitoriedad puramente formal de las medidas anticrisis. ¿Cuántas veces más creen que extenderemos la vigencia de las adoptadas en primavera?

El excipiente fundamental de todo crecepelo es el adanismo. Es imprescindible para vender unas políticas que han demostrado ser desastrosas prometiendo que ahora tendrán resultados distintos. En España, sufrimos adanismos de todos los tipos. Por un lado, tenemos el “adrianismo”, esa doctrina por la que los miembros menos ilustrados de la “generación mejor preparada” reivindican su derecho a errar tanto como sus antecesores. Como afirmó la muy representativa Señora Lastra, “Ahora nos toca a nosotros. Somos una nueva generación a la que toca dirigir el país y la dirección del PSOE”. Pero no se ensañen con Doña Adriana, muy capaz ella de dirigir hasta la dirección. El adrianismo se sabe inculto y es obediente. Si le diéramos buenos incentivos demoscópicos, sería recuperable para la sensatez. Preocúpense más por el adanismo de nuestros supersabios. Estos se creen tan preparados que, en su necia soberbia, son muy capaces de estrellarnos en las mismas rocas donde en el pasado ya naufragamos mil veces.

Entre medias, pululan políticos con dobles y triples titulaciones que, ante la evidencia de una larga historia de fracasos sin paliativos, protagonizados además por regímenes políticos en principio tan diversos como el franquismo o la socialdemocracia, arguyen que ahora, al reincidir en el intervencionismo estatista en la economía, “no tenemos por qué repetir los errores del pasado”. Como si ellos mismos y sus votantes estuvieran vacunados contra la corrupción o fuesen incluso mejores que quienes en días remotos fallaron al aplicar esas mismas políticas. Debería bastarles con echar un vistazo a la renacida “política industrial” que, por si cupiera duda alguna, ya carga con el bochornoso rescate por 475 millones de euros de una empresa tan poco “estratégica” como Air Europa.

Complementariamente, todo crecepelo, y máxime si recicla fórmulas malogradas, intenta disfrazarse de modernidad. Acuña para ello una jerga que pretende transmitir dinamismo y novedad, sin miedo al neologismo ni recato alguno ante la importación de los estribillos más pegadizos. Por eso hablan hoy los entendidos de “proyectos tractores” o los euroburócratas han adornado sus promesas con la guirnalda de la Next Generation. Como el recubrimiento que son, estas metáforas dan color y facilitan la deglución instintiva del crecepelo, pues simplifican procesos sociales complejos y nos los presentan como mecanismos simples. Operan con ventaja. Con lo cansados que estamos, ¿quién no se deja arrastrar por un tractor?

Además, dados los desengaños que hemos sufrido en España con este tipo de remedio (recuerden, sin ir más lejos, el “Plan E” del Señor ZP), los laboratorios locales suelen añadir a nuestros crecepelos una especie de comodín argumentativo. Últimamente, para justificar el retorno de las administraciones públicas a la política industrial, este comodín catalizador se expresa como que “No podemos perder la oportunidad” … de derrochar el maná europeo. Poco importa que en gran medida vayamos a pagarlo con nuevos impuestos.

Tampoco puede faltar en un buen crecepelo el edulcorante. Entre nosotros, el más socorrido es la adulación inherente al mito de la “generación mejor preparada”. A pesar de ser por completo contrario a la evidencia, resulta eficaz, quizá porque mucho padre necesita creer que ha educado bien a sus hijos. Si estos fracasan, no se debe a que sean tontos, vagos o, en definitiva, improductivos. ¡Quia! La culpa es de los profesores, por no haberles educado mientras jugaban en el colegio. O de la universidad, por no regalarles unos conocimientos que, aun sin estudiar, debía haberles transmitido. O de los empresarios, por no “crear” los puestos de trabajo que sin duda merecen por sus muchas titulaciones. O del Estado, por no haber construido el “modelo productivo” en el que empresas de verdad estarían encantadas de pagarles grandes sueldos solo para que se dignaran a compartir con ellas su “proyecto vital”.

Instalados en esta patraña autocomplaciente, se comprende que padres, hijos y hasta nietos compren crecepelo anticrisis de forma compulsiva. Poco importa que, de mantener el rumbo, esas generaciones tan mal preparadas no solo no acaben trabajando como chinos, sino para chinos, una posibilidad que pronto vendrá a confirmar el seguro fracaso de la renacida política industrial europea.

No temamos al miedo. Es sano y nos moviliza. Lo que sí debemos temer, porque en toda crisis estamos tentados a creerla, es la mentira.

Feliz Navidad. Si les regalan crecepelo, ni lo abran.