Los políticos no son unos ineptos, hacen lo que les pedimos
The Objective, 16 de noviembre de 2025. Trascripción. Video. Podcast
Benito Arruñada (Vegadeo, Asturias, 1958) es catedrático de Organización de Empresas de la Universidad Pompeu Fabra, profesor afiliado de la Barcelona School of Economics e investigador de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (Fedea). Pero además y sobre todo, forma parte del exclusivo club de los repetidores, porque ya pasó por El pódcast de El Liberal hace justamente un año.
En la presentación que le dediqué entonces se me ocurrió traer a colación una entrevista de La Vanguardia en la que le habían entrecomillado el siguiente titular: «No culpéis a los políticos: la culpa es nuestra».
Bueno, pues aquella provocativa idea ha germinado hasta convertirse en un libro, que lleva también por nombre La culpa es nuestra y cuyo subtítulo reza: «Cómo las preferencias ciudadanas frenan las reformas en España».
La tesis de Arruñada es sencilla.
En España atribuimos todos nuestros problemas sociales, desde el desempleo a la corrupción, pasando por el déficit o la mala educación, a la ineptitud de los gobernantes. Y no hay que descartar que sean unos ineptos, pero son nuestros ineptos. Los hemos votado a nuestra imagen y semejanza porque, cuando el español elige, elige por afinidad, no por capacidad. Entre el registrador de la propiedad y el pícaro que piratea su tesis, prefiere al pícaro que piratea su tesis. Entre el catedrático de Filosofía y la tertuliana de La Tuerka, prefiere a la tertuliana de La Tuerka.
Y así nos va.
¿No tenemos remedio, entonces?
En absoluto. Hay una metáfora de la vida económica sobre la que Arruñada vuelve una y otra vez en su libro: el deporte de competición.
Con la excepción de Inditex o alguna cadena hotelera, España carece de representantes destacados en las grandes ligas empresariales. No tenemos una Amazon, no tenemos una Siemens, no tenemos una Samsung.
Nos sobran, en cambio, los ases del deporte. Nuestra selección de fútbol encabeza la clasificación de la FIFA. Ningún club atesora más copas de Europa que el Real Madrid. De los siete balones de oro femeninos concedidos hasta ahora, cinco los han acaparado dos jugadoras españolas: Alexia Putellas y Aitana Bonmatí.
Y no es solo el fútbol. En tenis están Rafa Nadal y Carlos Alcaraz. En bádminton, Carolina Marín. En motos, Marc Márquez…
«¿Por qué tenemos tantos [campeones]? —se pregunta Arruñada en el capítulo final de La culpa es nuestra, y argumenta a renglón seguido—: Todos ellos se dedican a una actividad altamente competitiva pero regulada, con normas claras y estables. […]
Sus incentivos son potentes, pues cobran por rendimiento y nadie los rescatará si fracasan. No sufrieron barreras de entrada. Su decisión de competir no se vio frenada por la negativa de un concejal o un consejero a concederles una licencia, ni por el poder de unos gremios que capturan a los políticos regionales[…].
Desde el primer día, estuvieron dispuestos a moverse para aprender y competir. Y, si fracasan, no recurren a las excusas habituales, esas que atribuyen la culpa de los propios errores a los demás o al “sistema”».
Me he permitido empezar por el capítulo final porque es un recurso muy de folletín. Sirve para alimentar la intriga, para que el público se pregunte: ¿cómo han acabado nuestros héroes en semejante situación? Y de ello hablamos a su debido momento en el curso de esta conversación, que puede contemplarse íntegra en la web de THE OBJECTIVE y de la que sigue una versión extractada y editada.
Pregunta- Muchos atribuyen nuestros males a la casta política que, con la connivencia de la banca y el llamado Ibex 35, hace lo que le viene en gana.
Respuesta- Los datos que examino en el libro muestran algo muy distinto. Existe una notable similitud entre las preferencias de los ciudadanos, que conocemos a través de encuestas y análisis demoscópicos, y las decisiones de nuestros gobernantes. Somos los europeos más partidarios de que el Estado controle la economía, de que se responsabilice de nuestro bienestar, de que limite la competencia, de que aplique una fiscalidad redistributiva… Los políticos tienden, en gran medida, a seguir nuestras demandas.
P.- Y ese es el problema.
R.- Exacto, porque pedimos imposibles. Exigimos grandes servicios públicos, pero no estamos dispuestos a pagar impuestos para sufragarlos. Queremos buenos empleos, pero nos negamos a liberalizar el mercado laboral. Deseamos pisos céntricos, pero bloqueamos su construcción. No es que nuestros políticos sean incompetentes, sino que, más allá de sus errores, nuestras exigencias son contradictorias.
P.- Se argumenta a menudo que los gobernantes actuales no son como los de antes, como aquellos titanes de la Transición.
R.- No estoy de acuerdo del todo. Hay, desde luego, una notable diferencia en los currículums: la clase política tiene hoy menos capital humano, y si nuestros diputados abandonaran la política, la mayoría ganaría menos. A sus predecesores de las décadas de 1970 y 1980 les sucedía más bien lo contrario.
Dicho esto, los representantes que tenemos son los que hemos elegido. El votante incluso mantiene su elección tras episodios de corrupción. Por otra parte, los partidos compiten y, por tanto, presentarían mejores candidatos y tendrían mejores líderes si con ello obtuvieran más votos, si hubiera verdadera demanda. Pero las encuestas revelan que en España votamos más por factores emocionales que racionales, dando muy poca importancia a la competencia profesional. Tendemos a elegir a los candidatos que se nos parecen y que consideramos de nuestra tribu. Este “forofismo” se da en todas partes, pero en España es algo más acusado.
P.- Con el paso de los años hemos idealizado determinadas figuras, pero en tu libro no dedicas líneas especialmente afectuosas a, por ejemplo, Felipe González.
R.- La acción de los líderes está condicionada por las preferencias dominantes, pero eso no les exime de toda responsabilidad. Como mínimo, deben saber gestionar racionalmente el margen de discrecionalidad que les conceden esas preferencias de la ciudadanía. En este sentido, sospecho que ha habido dos grandes errores en la gestión reciente de ese margen.
En primer lugar, atribuyo a los padres de la Constitución un idealismo ingenuo pero perjudicial, cuyas consecuencias seguimos pagando. Creyeron que la separación de poderes se sostendría por sí sola, sin garantizar la independencia judicial ni limitar la captura partidista. Promovieron una libertad desvinculada de la responsabilidad individual y fiscal. Y tanto en el ámbito territorial como en el económico propiciaron que el país avanzara hacia una mayor descentralización, gasto público y socialización, pero nunca en sentido contrario. Ese triple idealismo explica buena parte de la deriva política e institucional que hoy lastra nuestro futuro. Aún pervive, por ejemplo, cuando se invoca la falta de “lealtad constitucional”, como si las constituciones pudieran basarse en la presunción de buenas voluntades.
En segundo lugar, los Gobiernos de Felipe González aplicaron numerosas reformas regresivas, basadas en ideas que ya entonces empezaban a ser caducas. El deterioro institucional que hoy vivimos el «sanchismo» solo es la evolución lógica de una degeneración que arranca a mediados de los años ochenta. Hubo entonces intervenciones que, en mi opinión, rompieron el consenso de la Transición, sobre todo en cuanto a la separación de poderes al politizar el CGPJ y suprimir el recurso previo de inconstitucionalidad, pero también con las reformas educativas y de la función pública, o al politizar las cajas de ahorros.
Visto desde esta perspectiva, el sanchismo sería en parte consecuencia de todo ello. Y conste que los posteriores Gobiernos del centroderecha, que dispuso por dos veces de mayoría absoluta, no hicieron prácticamente nada por revertir el deterioro institucional. Si esos errores son reales, convendría reconocerlos. De lo contrario, corremos el riesgo de creer que basta con sustituir a Sánchez para que todo se arregle. Ojalá, pero dudo que sea cierto.
P.- Tampoco eres especialmente clemente con el papel de los intelectuales. Señalas, en concreto, a José Ortega y Gasset.
R.- Hay muchos tipos de intelectuales. Me ocurre que cada vez que leo algunas páginas de Ortega admiro su prosa tanto como me desconcierta la ligereza de algunos de sus juicios.
P.- Yo soy fan de Ortega…
R.- Como la mayoría, pero su desprecio por la actividad productiva, por los comerciantes y los industriales, no es propia de la época de la Restauración que tanto critica, ni siquiera del Antiguo Régimen, sino aún más antigua.
P.- Una característica de los intelectuales españoles, presente en Ortega y los noventayochistas, es la falta de formación económica.
R.- Ni económica ni institucional aunque quizá, junto con un déficit de formación, lo que más falta es una actitud científica, lo que a algunos los lleva a estar demasiado seguros de tener razón. Son, en su mayoría, buenos escritores, pero desconocen los mecanismos que sustentan una sociedad moderna.
Su pecado es doble. Podían haber sabido más si hubieran elegido mejor sus fuentes. O podían haberse abstenido de influir. Porque su ignorancia no les impidió contribuir a desestabilizar esa misma sociedad que tanto despreciaban, y que los había tratado de forma exquisita: muchos habían sido becados y disfrutaban posiciones de privilegio.
P.- Y si las cosas salen mal, se quitan de en medio. Cuando Ortega ve que no funciona la Segunda República que él ha contribuido a traer, escribe: «¡No es esto, no es esto!».
R.- Nunca pidió perdón ni asumió responsabilidad alguna. Tras constatar el caos de la República, incluso culpa a los gobernantes de la Restauración por no haber dado paso antes a las generaciones más jóvenes. Si le hubieran hecho caso y ese relevo se hubiera anticipado, los errores quizá solo se habrían adelantado. Es una actitud un tanto soberbia a priori y poco autocrítica a posteriori.
P.- Ese patrón de intelectual persiste en nuestros días.
R.- Aunque ahora es menos frecuente, persiste un regeneracionismo que sigue eximiendo de todo pecado al ciudadano y al propio intelectual que lo profesa. Lo vimos durante la crisis financiera [de 2008-2014]. El desastre lo atribuyó a la casta y, en particular, al «capitalismo de amiguetes», una etiqueta netamente demagógica, que alimentaba el populismo de la extrema izquierda y que precisamente en España no puede estar más fuera de lugar, porque aquí hay muy poco capitalismo. En realidad, lo apropiado sería hablar de «Estado de amiguetes». El culto del Estado está más arraigado aquí que en otros países europeos. Demandamos más empresas públicas y más protección de la Administración, aunque al mismo tiempo no dejamos de quejarnos de su ineficiencia. No deja de ser curioso: pese a dar tanto protagonismo al Estado, elegimos a los gobernantes por afinidad, más que por su competencia para organizar lo público.
P.- Escribes que se «denuncia reiteradamente la corrupción de las élites sin mencionar nunca la corrupción de las masas» y que son las dos igual de extractivas.
R.- Este discurso sobre élites extractivas [que popularizaron los premios Nobel Daron Acemoglu y James Robinson en Por qué fracasan los países] es maniqueo y tiene tintes populistas, aunque se haya arropado con estudios científicos que a menudo presentan resultados poco generales. Los humanos, seamos élite o masa, deportistas, profesores o periodistas, tendemos a comportarnos de forma semejante y actuar de manera extractiva siempre que se nos permite. Ahí está el tradicional «¿Con IVA o sin IVA?». Individualmente, no suelen ser sumas importantes pero, al multiplicarlas por millones de individuos y transacciones, el fenómeno adquiere relevancia.
P.- Según tu libro, la corrupción de las masas no solo redistribuye rentas, sino que además las dilapida, y mencionas el caso de la alta velocidad.
R.- Es que resulta especialmente ilustrativo. Ni el AVE Barcelona-Madrid era rentable, y menos aún las demás líneas. Pero seguimos viajando felices en alta velocidad, aunque la mayoría de los viajeros no tenga ninguna prisa, como revela su conducta en la estación. Y seguimos viajando felices porque no somos conscientes de los costes reales. Si estos se reflejaran en el precio del billete, el entusiasmo disminuiría notablemente.
P.- Esa es la tesis central de tu libro: nuestros procesos colectivos de decisión fallan porque estamos mal informados, lo que nos lleva a adoptar soluciones inconsistentes.
R.- Y no se da solo con el AVE. Una directiva europea establece que las ofertas comerciales deben contener el precio final completo, incluidos los impuestos. Se dice que así la decisión de compra es más racional, porque el consumidor tiene toda la información, pero también se oculta que el destinatario de una parte sustancial del precio es la Hacienda Pública. Este “IVA incluido” quizá nos facilita las decisiones de compra pero al precio de hacernos menos conscientes como sujetos políticos, porque sesga nuestra percepción sobre lo que de verdad nos cuesta el Estado.
P.- Un ámbito en el que los españoles tomamos decisiones especialmente incongruentes es el de la vivienda.
R.- Ahí las contradicciones son evidentes. Queremos vivir en el centro de las ciudades, pero allí mismo impedimos construir. Cuando se reforman, los edificios privados deben conservarse intactos, a un coste muy notable. En cuanto a los públicos, exigimos que ninguno deje de serlo, pese a que suelen estar infrautilizados. Tampoco queremos que se construya en altura, de modo que la única opción para millones de personas es vivir en las afueras. Y gravamos las transacciones más que la propiedad, lo que favorece la infrautilización y reduce la oferta.
P.- Tampoco impera el buen sentido en la regulación del alquiler.
R.- Este es un fenómeno antiguo y complejo. En los contratos, ya sean de alquiler, laborales o hipotecarios, suele haber una parte fuerte y otra débil y, cuando surge el conflicto, la reacción natural es ponerse del lado del débil, oponiéndose, por ejemplo, a los desahucios. Por supuesto que no debemos abandonar a la gente en la calle, pero una sociedad madura debe recaudar impuestos para ayudar al necesitado, no cargar el problema sobre los hombros del propietario o del banco.
En el corto plazo, esa reacción emocional funciona y se evita el lanzamiento, pero si es a costa del propietario en el largo plazo perjudicas a los futuros inquilinos: si los propietarios no pueden deshacerse de los morosos, retiran sus pisos del mercado o evitan a los inquilinos de mayor riesgo.
P.- Es un sistema que termina siendo pan para hoy y hambre para mañana.
R.- No se puede hacer política social a través del derecho privado. El legislador promulga leyes insensatas porque las reclaman sus votantes, guiados por los mejores sentimientos; pero las consecuencias son desastrosas. Quienes tenemos cierta edad recordamos el deterioro de los centros urbanos a principios de los años ochenta. La congelación de las rentas llevaba a muchos inmuebles a una especie de limbo: había un propietario nominal y un inquilino beneficiario, y es sabido que lo que no tiene dueño nadie lo cuida. Así fue cómo se degradaron nuestros centros urbanos.
P.- El decreto de Miguel Boyer alivió la situación en 1985.
R.- Pero tuvo una vida corta. Jordi Pujol intentó que no se aplicara en Cataluña. Elaboró una norma que acabó en el Constitucional y fue anulada, pero tras las elecciones de 1993 Felipe González necesitaba el apoyo de Convergència i Unió y promulgó la Ley de Arrendamientos Urbanos, que empezó a revertir el decreto Boyer.
Más recientemente y aprovechando la excepcionalidad de la pandemia, se introdujeron nuevas limitaciones [suspensión de desahucios, prórroga extraordinaria de contratos, limitaciones a la subida en zonas tensionadas]. En principio, se trataba de medidas temporales, pero tienden a prorrogarse, con efectos acumulados sobre oferta y precios. También el decreto Bugallal de 1920 iba a estar vigente 18 meses y estuvo en vigor hasta 1985.
P.- Los españoles sufrimos de lo que llamas «idealismo normativo»: las leyes no son instrumentos que ayudan a alcanzar determinados objetivos, sino que, por el mero hecho de dictarse, deben crear esos objetivos.
R.- Existe cierta incomprensión sobre la naturaleza de las leyes. Hay quien cree que todo se soluciona con «voluntad política», promulgando leyes, pero eso no funciona ni siquiera en economías socialistas, y mucho menos en una de mercado. La ley proporciona el marco para que las personas celebren contratos; no prefigura el resultado final, solo establece las condiciones en que se toman las decisiones, se contrata y, como consecuencia, se asignan los recursos.
En España, por ejemplo, la ley establece que los contratos de alquiler tengan una duración mínima de cinco años. La idea es proporcionar seguridad al inquilino, aunque hay inquilinos que preferirían contratos más breves. Pero les gusten o no los contratos de cinco años todos tendrán que compensar al propietario, que a causa de esa regla pierde la capacidad de ajustar la renta o disponer de la vivienda. Habrá de resarcirse cobrando más o rechazando a determinados inquilinos. Entonces surgirán voces que pidan que se ponga coto a lo que se calificará como “abusos”; y el legislador añadirá aún más reglas ineficientes. De este modo, se genera un círculo vicioso de regulaciones que, en última instancia, reduce el mercado y puede acabar destruyéndolo.
P.- Otro ámbito sobre el que reflexionas en tu libro es la educación. Señalas que hemos transformado los colegios, institutos y universidades en proveedores de servicios de consumo, en vez de centros dedicados a formar individuos productivos.
R.- Para mí es un tema muy querido. He dedicado mi vida a la docencia y ha sido clave para la movilidad social, incluida la de mi familia. Es preocupante que ya no cumpla esa función de ascensor social.
La educación solía verse como una inversión para ser más productivos y felices, pero la hemos transformado en consumo. La prioridad es que los alumnos disfruten, no que se formen. Con la revolución pedagógica, que empieza ya con la Ley de Educación de 1970, hemos abandonado la evaluación, suprimiendo las reválidas. También despreciamos la memoria, aun cuando la ciencia cognitiva dice que es fundamental.
P.- ¿Habría que torturarlos un poco más?
R.- En absoluto. No se trata de torturar, sino de aprender. Se argumenta que no hay mejor forma de aprender que jugando, pero llevada al extremo es una postura insostenible. Lo relevante es evaluar los resultados, tanto a escala individual como de centro. Y como no se evalúa, solo tenemos las pruebas internacionales, que pintan un panorama desolador. Según el estudio sobre competencias de adultos de la OCDE, el graduado universitario español presenta capacidades verbales, cuantitativas y de resolución de problemas inferiores a las del bachiller medio sueco, holandés o japonés. Existen magníficas excepciones, pero al valorar el conjunto lo decisivo es la media, que es baja.
P.- Los mileniales están convencidos de que son la generación mejor preparada de la historia.
R.- Ese es otro de los mitos que hemos construido para anestesiarnos, y la prueba son los desajustes en el mercado laboral: tenemos, por un lado, un elevado paro juvenil y, por otro, unos empleadores que se ven en serias dificultades para cubrir puestos cualificados. Esta situación se debe en parte a que las especialidades que demanda el mercado no son las que ofrece el sistema, pero también a que la formación media en cualquier nivel es muy deficiente. No tenemos la generación más preparada, sino la más titulada.
P.- ¿Es peor que la que se impartía antes?
R.- Más allá de las impresiones subjetivas, no disponemos de buenas medidas para valorarlo categóricamente, pero es probable que en muchas variables la actual sea inferior.
P.- Si las cosas no funcionan y las instituciones trasladan fielmente la voluntad del ciudadano al gobernante, lo que hay que cambiar es la voluntad del ciudadano.
R.- Reestructurar el sistema político va a servir de poco. Ojalá fuera todo tan sencillo como cambiar la ley electoral o el modelo de partidos. Tampoco propongo alterar las preferencias de nadie. Me parece perfectamente legítimo que se desee priorizar al inquilino sobre el propietario o al deudor sobre el acreedor, o que se reclame más protección social o un Estado de mayor tamaño. Lo que defiendo es que esa decisión se adopte con toda la información sobre los costes que comporta, de modo que las consecuencias sean conocidas por todos.
P.- ¿Es una cuestión de educación?
R.- Un mínimo de educación es deseable, sobre todo para acceder al nivel de abstracción requerida para empezar a entender los problemas sociales. Pero no podemos confiar demasiado en ella, porque los educadores (igual que los periodistas) no siempre somos imparciales. También puede ser peor que la enfermedad. Tanto en el terreno educativo como, más en general, en el de la información, la clave es la competencia; pero hoy por hoy es muy limitada en ambos terrenos, debido a la sobrerregulación pública y los monopolios privados.
A esto se añade una limitación más de fondo: por más que obligásemos a los jóvenes a estudiar el funcionamiento de la sociedad, tienen mejores cosas que estudiar. Al final, el beneficio individual de informarnos sobre política es pequeño. Por eso, nos limitamos a seguir de forma irreflexiva a nuestros amigos y a votar a quienes más se nos parecen. En cierto sentido, lo racional es ser ignorante. Por eso abunda el hincha político.
Lo que sí podemos hacer a corto plazo es diseñar mecanismos de modo que los costes se vuelvan más evidentes de forma automática. El asunto fiscal es paradigmático.
P.- ¿A qué te refieres?
R.- Si me permites una metáfora sencilla, piensa en las comunidades de vecinos. También en ellas estallan a veces pequeños escándalos. ¿Y sigue algún propietario votando al presidente corrupto? No ocurre. Sin embargo, en política, el castigo se exige únicamente para el rival ideológico. Hay estudios que lo demuestran. Con los corruptos del propio partido somos mucho más comprensivos.
P.- ¿Y eso por qué es así?
R.- Porque, a diferencia de lo que ocurre en una comunidad de vecinos, no nos molestamos en saber y, cuando lo sabemos, tampoco sentimos que el dinero que se defraude sea el nuestro. Por eso digo que el asunto fiscal es paradigmático y que es fundamental hacer más evidente sus costes para modificar conductas políticas.
P.- En el libro propones eliminar las retenciones a cuenta del IRPF en la nómina.
R.- En Suiza y Hong Kong no las hacen y el contribuyente paga el importe completo al final del año. Aquí, por el contrario, lo pagamos mediante retenciones poco visibles y nada dolorosas. Y la mayoría de las declaraciones [en 2023, un 72,35%] salen “a devolver”.
Entre esos dos extremos, una medida sencilla sería hacer dos apuntes de nómina: positivo, por el bruto total, y negativo, por lo que pagamos al Estado. También convendría fijar las retenciones de modo que casi todos pagásemos una cantidad, aunque fuera mínima, en junio. Eso nos haría más conscientes del coste del estado de bienestar. Muchos asalariados no saben que son ellos quienes cargan con la cuota patronal a la Seguridad Social. En cambio, los autónomos tienen bien presentes sus cuotas sociales. Por eso se enfadan tanto cuando suben y se muestran menos dispuestos que los asalariados a mejorar los servicios públicos si hay que pagar más impuestos.
P.- Tu libro termina con una nota positiva. Dices que si la culpa es nuestra, también lo es la solución, y pones el ejemplo de los campeones deportivos.
R.- El éxito de nuestros futbolistas y de nuestros tenistas demuestra que unas reglas estables e imparciales generan seguridad jurídica y fomentan la inversión. Muchos padres españoles se vuelcan en sus hijos en cuanto manifiestan el más mínimo talento deportivo. Incluso aceptan más exigencia de sus entrenadores que de sus maestros. Es un contraste significativo. Cuando el entorno ofrece garantías de estabilidad y recompensa, el ciudadano está más dispuesto a esforzarse.
P.- En el deporte no hay favoritismos ni nepotismos, es pura meritocracia.
R.- No es un mundo ideal, ninguno lo es, pero sí revela que la competencia es eficaz cuando está reglada, algo que no siempre comprendemos bien. No se trata de eliminar las reglas, sino de asegurar su estabilidad y claridad, porque solo así la competencia puede ser productiva y justa.