La reforma complaciente de la función pública

Voz Populi, 30 de mayo de 2021

El ministro D. Miquel Iceta ha anunciado la intención del Gobierno de acometer en los próximos años una profunda reforma de la función pública. La reforma es necesaria siempre que no olvidemos que, si bien su actual situación es mala, la experiencia demuestra que somos perfectamente capaces de hacer reformas que acaban empeorándola. Las líneas que siguen están escritas en el espíritu de que, para organizarla mejor de cara al futuro, debemos acertar en el diagnóstico y, sobre todo, aprender de los errores del pasado.

El Sr. Iceta ha escandalizado a algunos al decir que el sector público paga menos que el sector privado. Es cierto, pero sólo en puestos muy cualificados y sin tener en cuenta los respectivos niveles de exigencia. Comprenderán que esto de comparar retribuciones entre sectores entraña considerable dificultad. No tiene sentido comparar sólo los sueldos si la dedicación, la exigencia o la seguridad en el empleo son diferentes. ¿Cuánto vale la tranquilidad que hemos disfrutado los funcionarios durante la pandemia?

De hecho, la mejor manera de saber si un cierto empleo paga mucho o poco es atender a las tasas de entrada y de salida. Si, pese a presentarse muchos más candidatos que plazas a las oposiciones a Interventores del Estado, Técnicos Superiores de la Seguridad Social o, incluso, Judicatura quedan plazas vacantes, como suele ocurrir a menudo, quizá se paga poco para el nivel de preparación que se requiere; sobre todo si se compara con lo que pagan las mejores empresas a buenos graduados recientes, sin tener experiencia y desde el mismo momento de su contratación.

En cambio, si Correos ha admitido 150.000 candidatos a los exámenes que va a realizar para cubrir 3.421 plazas y si, como es probable, las cubre todas, quizá esté pagando demasiado. No es éste un asunto baladí porque suele suceder algo parecido en las convocatorias de muchos puestos oficiales, desde bomberos a policías municipales.

Para muchos de estos puestos, deberíamos, además, plantearnos si no convendría excluir o al menos penalizar a los candidatos con estudios universitarios, pues el trabajo a desempeñar no los requiere. Sonará raro y radical entre nuestros hidalgos universitarios y sus padres, pero quizá deberíamos hacerlo, y tanto por razones de justicia como de eficiencia. El hoy candidato a cartero que se pasó trabajando desde los 18 a los 22 años ha estado subvencionando con sus impuestos los estudios del graduado que quizá mañana le supere en el examen de entrada. Además, en cuanto a la eficiencia, no está nada claro cuál de los dos ejercería mejor como cartero. El sector público quizá deba empezar a introducir, como suele hacer el sector privado, requisitos no sólo de formación mínima, sino también de formación (y deformación) máxima. Piense en ello la próxima vez que se extravíen sus cartas y, como solución, un servidor público estupendamente preparado le aleccione sobre el alcance de sus derechos y obligaciones.

Podemos apreciar también diferencias similares en las tasas de salida. Por un lado, es generalmente baja entre todo tipo de funcionarios —desde la universidad a la sanidad o los medios públicos de comunicación—, lo que parece indicar que, en promedio y para los niveles de exigencia reales, la retribución es cuando menos superior a los mejores empleos alternativos del sector privado. Por otro lado, se produciría la situación opuesta si la mayoría de la plantilla de abogados o de economistas del Estado se encuentra en excedencia. Este dato pudiera indicar, no sólo que la retribución de estos funcionarios es demasiado baja una vez que adquieren experiencia, sino que tal vez pudiera ser demasiado alta cuando aún no la tienen, y todo ello sin descartar que su valor en el sector privado pueda en algún caso obedecer a habilidades que guarden escasa relación con la capacidad profesional.

Una segunda idea de la reforma que apadrina D. Miquel Iceta es la de los procesos de selección, las tradicionales “oposiciones”, sobre cuya imperfección existe notable consenso, sólo comparable a las suspicacias y temores que, con razón, suscitan sus alternativas. En este sentido, la reforma es conservadora, pues parece mantener lo central del sistema —la selección con base en un examen— pero modificándolo hacia “oposiciones exprés”, de modo que sean menos “memorísticas”, se utilicen más “casos prácticos y de análisis” y sean más descentralizadas.

Probablemente tenga sentido que, amén de que se actualicen los programas y se reestructuren las pruebas, éstas sean menos memorísticas; pero algunos de los argumentos que se han aducido para ello tienen escaso mérito. Por ejemplo, las “Orientaciones para el cambio en materia de selección en la Administración Pública” en que se basa el Sr. Iceta afirman que “exigir pruebas de esta clase puede disuadir a muchas personas jóvenes con talento…, porque en realidad ellos [sic] se han acostumbrado a aprender de acuerdo a otros modelos y métodos pedagógicos más orientados al saber práctico, la resolución de problemas y el saber haciendo”.

Ojalá fuera verdad, pero temo que ese diagnóstico es un tanto optimista. Incluso en las mejores facultades el aprendizaje de la mayoría de nuestros jóvenes –al menos el de los graduados universitarios– sigue tan basado como siempre en la memorización transitoria para el examen, un fenómeno agravado en los últimos años por la aparición de academias que ofrecen cursos exprés de preparación de exámenes en uno o dos días. Si estoy en lo cierto, la principal diferencia es que cada vez se ha ido exigiendo memorizar menos cantidad y durante menos tiempo (con la ayuda para esto último de la evaluación continua y la fragmentación de los cursos). Por decirlo en términos gráficos: la mayoría de los estudiantes en la mayoría de las carreras y asignaturas siguen estudiando por “apuntes” cada vez más breves, o por su versión PowerPoint, aún más sintética. Lógico que surjan tensiones en los tribunales de oposición, que se encuentran al final del proceso y son (junto con los mandos intermedios de las empresas, también muy quejosos en este sentido) los últimos en percibir y adaptarse a ese deterioro. Pero si el principal obstáculo es la escasa formación de la gran mayoría de graduados, mientras no lo superemos (y no empezaremos ni a intentarlo mientras sigamos errando el diagnóstico), la solución para la función pública no pasa por hacer más fáciles las pruebas de entrada, sino por pagar más para atraer mejores candidatos. Quizá también por dotar menos puestos, pues rinde más un profesional bueno que dos mediocres. En todo caso, no acertaremos con el diagnóstico mientras no dejemos de ocultar nuestras miserias con mitos y falsas pedagogías.

El segundo elemento en la reforma de las oposiciones es el relativo al mayor uso de problemas y casos prácticos y de análisis. Las citadas “Orientaciones” proponen que se valoren “más las capacidades y el potencial de las personas para aprender o desarrollar sus competencias que los conocimientos que han adquirido”. Suena muy bien esta propuesta, pero su concreción presenta al menos tres dificultades notables: las famosas “competencias” son ya difíciles de definir, cuando más de valorar; su potencial no se despliega sin un conocimiento que no debemos presuponer; y en su valoración entran elementos muy subjetivos, por lo que entraña un mayor riesgo de favoritismo. Confirman esto último algunos estudios empíricos que detectan cómo los ejercicios casuísticos y de análisis de las actuales oposiciones ya son los que presentan más indicios de nepotismo.

Por último, la reforma Iceta propone que las oposiciones “no solo se hagan en Madrid, sino que haya 19 puntos”. Está bien que no se hagan necesariamente en Madrid, pero debemos evitar que se fragmenten con la excusa de celebrarlas en muchos lugares. Si atendemos a la experiencia, descentralizar y dividir las decisiones de contratación y entrada ha sido nefasto en múltiples áreas de nuestra Administración Pública, dando lugar al nepotismo crónico de muchas administraciones locales, a la contratación sectaria de más de una administración autonómica y a la flagrante endogamia que plaga nuestras universidades.

Por cierto. La función pública en la Universidad es uno de esos casos a los que el Sr. Iceta y sus expertos deberían atender para evitar los errores del pasado, pues su actual endogamia es fruto directo de la Ley de Reforma Universitaria promulgada en 1983 por un Gobierno socialista con mayoría absoluta, una ley que vino a sustituir un sistema malo por otro que se ha demostrado mucho peor y muy difícil de reconducir. Como le decía al principio, ese es el gran riesgo: que, en vez de corregir los defectos del actual sistema, los agravemos. ¿Debemos hacer cambios? Sin duda; pero guiados por el análisis, no por demagogias complacientes.