La inaceptable herencia del impuestazo

El Confidencial, 20 de junio de 2023

El adelanto electoral ha abierto una nueva incógnita sobre el futuro de los impuestos extraordinarios a banca y energéticas. Está ahora en el aire su posible reversión si las Elecciones Generales del próximo 23 de julio dan lugar a un cambio de Gobierno.

Pero sea cual sea el desenlace electoral, estas empresas ya habrán abonado 2.600 millones de euros de los 3.000 millones previstos para este año. Una cifra que supone detraer del sector privado el uno por cien del PIB trimestral, advierte el Foro Mercado Libre. En total, Hacienda tiene previsto recaudar 7.000 millones de euros con estos impuestos, que tienen en principio carácter temporal, limitado a los ejercicios 2022 y 2023, aunque el actual Gobierno no ha cerrado la puerta a prorrogarlos.

La constitucionalidad de esos impuestos es dudosa, porque no cumplen los requisitos de no retroactividad ni discriminación que exige la Constitución. Además, no son menos impuestos porque el Gobierno los haya disfrazado de “gravámenes patrimoniales”. Su presupuesto de hecho es la capacidad económica, se gestionan y revisan como un tributo, y se ingresan en el Tesoro para financiar el gasto público.

Tampoco tienen apoyo en pacto alguno de rentas, como argumentó el Gobierno en su día. También carecen de toda proporcionalidad, y algunas de sus reglas y excepciones son incluso discriminatorias, como el exceptuar a las empresas más pequeñas pese a que pueden ser más rentables, o a la actividad financiera y de energía de las muy grandes pero que no son formalmente bancos ni energéticas. Otras reglas, como la que prohíbe su repercusión, es imposible hacerlas cumplir porque no cabe controlar la incidencia fiscal, y el intentarlo equivaldría a fijar precios máximos, violando el derecho constitucional a la libertad de empresa.

Estos impuestos son, en esencia, una exacción arbitraria, como revela el hecho de que, pese a haberlos justificado ante la opinión pública como un gravamen sobre los supuestos beneficios “llovidos del cielo”, giran de hecho sobre el margen de los bancos y las ventas de las energéticas.

Un motivo para este sinsentido es que, en contra de lo que decía la propaganda oficial, ni bancos ni energéticas habían logrado beneficios extraordinarios. Sus beneficios son cuantiosos porque se trata de empresas grandes; pero en 2021 su rentabilidad media, según el Banco de España (Estadísticas de las sociedades no financieras y Cuenta de resultados de las entidades de depósito ), había sido inferior en dos puntos porcentuales a la de la industria, el comercio y la hostelería, y era la mitad de la obtenida por el sector de información y comunicaciones.

Da toda la impresión de que el Gobierno decidió gravar estas empresas por el mismo motivo que dio el famoso gentleman Willie Sutton cuando, al preguntarle por qué atracaba bancos, replicó con sinceridad “Porque es donde está el dinero”. Una respuesta aceptable en un atracador, pero que no está a la altura de un estado miembro de la Unión Europea.

Dada la fundada sospecha de que tales impuestos violan las reglas constitucionales, tanto españolas como comunitarias, es probable que en el futuro el Estado haya de devolver lo cobrado cuando los tribunales acaben dando la razón a las empresas. Esa posibilidad supone una rémora para el futuro del país y para nuevos Gobiernos que tendrán que hacer frente a un problema que no crearon.

No es un temor infundado. Existen precedentes de las consecuencias negativas para el Estado por la reversión judicial de cambios impositivos y regulatorios. Las reclamaciones por los cambios en las primas a las renovables en España son el ejemplo más notable, porque han situado a España como el segundo país del mundo, sólo por detrás de Venezuela, con mayor número de laudos impagados ante el CIADI, el tribunal arbitral dependiente del Banco Mundial.

No obstante, pese a la gigantesca cuantía de las cifras en juego, la razón principal para que el nuevo Gobierno derogue de inmediato estos impuestos no es la de desactivar cuanto antes esa amenaza financiera. Debe hacerlo, sobre todo, para demostrar a los inversores su intención de restaurar el estado de derecho, gravemente dañado en estos cinco años de populismo sanchista.

Por supuesto que esa restauración institucional requiere muchas otras medidas que logren una separación efectiva de poderes en el Consejo General del Poder Judicial, en el Tribunal Constitucional y en gran parte de la Función Pública; pero estas leyes van a exigir unos procedimientos laboriosos y unos plazos largos.

No podemos permitirnos esa dilación para demostrar a los mercados la voluntad y la capacidad del futuro Gobierno para un cambio de rumbo que es imprescindible si queremos recobrar la confianza en nuestro país. Sobre todo, porque eso es lo que están descontando hoy los inversores. El nuevo Gobierno no debe defraudar esa expectativa alargando una derogación que acabará produciéndose por unas u otras vías.

Conviene recordar que, en el primer semestre de 2012, España pagó muy cara la lentitud exhibida por el Gobierno de Mariano Rajoy para entender la situación y adoptar medidas que acarreaban cierto coste político pero que también eran imprescindibles, como la formulación de un presupuesto creíble y el rescate de las cajas de ahorros.

El nuevo Gobierno debe actuar con más rapidez si no quiere arruinar en sus primeros meses la expectativa que hoy aún mantiene algo del crédito internacional de nuestro país: la esperanza de que la alternativa a Sánchez sabe identificar las prioridades y es capaz de restaurar las reglas constitucionales.