Estamos pagando los errores de la Transición

The Objective, 1 de octubre de 2023

Desde hace años, muchos españoles estamos hondamente preocupados por la deriva que lleva nuestra política, al despreciar el Gobierno socialista principios fundamentales de respeto a la legalidad y la separación de poderes, y desplegar políticas económicas y sociales cortoplacistas, las cuales nos condenan al estancamiento y hacen insostenible a medio plazo el estado de bienestar.

Nuestra preocupación ha aumentado al comprobar en las elecciones generales del pasado 23 de julio que tantos votantes discrepaban de este diagnóstico o preferían seguir instalados en una miopía complaciente. En consecuencia, no se ha concretado el cambio de rumbo al que aspirábamos, y que creíamos imprescindible para preservar no sólo el estado de derecho sino la democracia y hasta la convivencia.

Desde entonces, sobre todo con ocasión de los pactos que se ha mostrado dispuesto a alcanzar Pedro Sánchez con los separatistas, muchos protagonistas de la Transición se han manifestado en contra, incluidos socialistas tan eminentes como Felipe González y Alfonso Guerra.

Su crítica a semejante posibilidad ha sido algo tardía; y, sobre todo, incoherente, pues confiesan haber votado por Sánchez. En una sociedad menos tolerante con los sectarismos tribales se les habría dicho a los personajes que durante este verano se han manifestado en la misma línea que disfruten a solas de sus “votos expresivos”, pues no se han ganado ni el derecho a quejarse. En otros países estarían lamiéndose sus heridas en privado, pero no osarían lloriquear en público.

Pero vivimos en España, y no es la tribu socialista la única que con sus acciones e inacciones legitima los desvaríos de los actuales gobernantes. Empezando por los líderes del Partido Popular que, tanto antes como después de las elecciones, no han perdido ocasión de legitimar piezas clave en los planes de Pedro Sánchez. Antes del 23 de julio, al contribuir con su actitud errática y acomplejada a descalificar a Vox, un partido que, disgusten más o menos sus bravatas, se ha mantenido en la legalidad. Después del 23 de julio, al limosnear el apoyo de un partido reaccionario como el PNV, se supone que a cambio de conceder al País Vasco aún más privilegios; y al mostrarse incluso dispuestos a dialogar con un partido separatista cuyos líderes más recalcitrantes siguen huidos de la Justicia.

Ambos errores se han ido corrigiendo, al menos en términos retóricos, al entrar en contacto con una realidad de la que la dirección del PP daba la impresión de haberse divorciado. En las sesiones de investidura se ha apreciado en el candidato un esfuerzo por ser más ecuánime con su principal aliado y por enfatizar la igualdad entre los ciudadanos.

Pero la legitimación del sanchismo ha continuado en una parte del discurso de investidura a la que, por la gravedad del problema territorial, se ha prestado menos atención. Me refiero a las medidas económicas que propuso Núñez Feijóo, las cuales incluyeron subir el salario mínimo hasta el 60 % del salario medio, blindar la revalorización de las pensiones y aumentar la progresividad fiscal, por la doble vía de reducir el IVA y el IRPF de las rentas bajas, además de la ya habitual promesa de bajar los impuestos mejorando los servicios públicos.

Lejos de responder a las necesidades de nuestra economía, estas medidas agravarían muchos de sus problemas y probablemente se demostrarían inviables en cuanto la Unión Europea exigiera al nuevo Gobierno poner orden en las cuentas públicas. Pero lo más notable de estas medidas no es que sean netamente socialdemócratas sino que vendrían a dar continuidad a las aplicadas por los últimos Gobiernos socialistas. En consecuencia, también legitiman las políticas del sanchismo.

Por último, la insistencia de su candidato en descartar que el PP pudiera ofrecer su abstención condicionada a favor de un candidato socialista, al poner en duda hasta dónde llega su patriotismo, también brinda a Pedro Sánchez una buena excusa y le evita tener que rechazar esa solución, que él detesta pero es la que prefiere un mayor número de votantes. De hecho, bien podría ser esa reacción del PP el objetivo de la escalada de desprecios de Sánchez, dirigida a encarecer al líder del PP la única propuesta de éste que le puede hacer daño y cuyo interés social se vuelve crecientemente obvio cuanto más nos acercamos al desenlace.

Lo más revelador es que todas estas contradicciones de los líderes del PP tengan tanto en común con las de González y Guerra: todos ellos critican de boquilla lo que ellos mismos sembraron en su día desde el poder o contribuyen hoy a fortalecer y legitimar con sus hechos.

Para entenderlo, es preciso recordar que la Transición no se empezó a torcer en 2018, ni siquiera en 2004 o 1996, sino con los dos grandes errores consensuados desde mitad de los años 1980. En lo político, con el desprecio oportunista a la separación de poderes que puso las bases para su progresiva degradación, al fiarlo todo a un pacto de caballeros entre políticos y en contra de los jueces, cuya eficacia ya era discutible de inicio pero que en todo caso decayó, como era previsible, con el paso del tiempo y el olvido interesado del pasado. Y en lo económico, con la adopción de unas políticas que tenían una intención (más que resultados) redistributivos, y que ya desde un principio tuvieron muy poco en cuenta la necesidad ineludible de producir antes de redistribuir. El sanchismo es sólo la evolución exagerada, pero consecuente y lógica, de ambos errores.

No debemos culpar sólo a los líderes políticos que los cometieron: ambos errores contaban y cuentan con notable apoyo social en un electorado que tiene el idealismo por coartada. Tampoco es justo exigir mucho heroísmo a unos líderes que ese mismo electorado prefiere ineptos pero obedientes; pero sí cierta pedagogía política y un mínimo de coherencia entre lo que dicen y lo que hacen. El verdadero respeto a España y a su Transición exige una revisión crítica y autocrítica de sus fallos. Si, como creo, éstos —y no una supuesta anomalía personal en la figura o la generación que ostenta el poder— son la verdadera causa de nuestros males, reconocerlos como tales sería el primer paso para curarlos; pero la generación de la Transición prefiere seguir instalada en el falso triunfalismo de unos logros muy exagerados y atribuibles más bien a sus antecesores. Las diferencias formales entre los políticos de antes (incluido Núñez Feijóo) y los de ahora no deben cegarnos sobre la existencia de una continuidad de fondo; incluso a la hora de explicar los resultados electorales.