El superávit eléctrico debería aprovecharse para racionalizar la tarifa

El Confidencial, 14 de septiembre de 2023

En 2022, España registró un superávit eléctrico provisional de 6.187 millones de euros. La definitiva no conocerá noviembre, pero ya no debiera cambiar mucho. La cifra sorprende, ya que las previsiones eran de unos 255 millones, pero los 2.414 millones de ingresos del Estado, más los ingresos extra por CO2 y el recorte en la compensación a las renovables acabaron desembocando en un llamativo excedente.

Y ahora, ¿qué hacemos con ese dinero? ¿Debe guardarlo el Gobierno para rellenar otras ‘huchas’ de las arcas del Estado? ¿Debe reinvertirlos? ¿Debe aprovecharlos para bajar impuestos o para sufragar alguna iniciativa de economía social? Si tenemos en cuenta que la factura de la luz subió visiblemente durante el pasado año, hay quienes creen que el superávit debería revertir en los contribuyentes, pero mejorando la estructura de la tarifa. Es la tesis que defiende Benito Arruñada, catedrático de la Universidad Pompeu Fabra, affiliated professor de la BSE, investigador asociado de Fedea y coordinador del foro Mercado Libre, con quien nos hemos sentado para debatir sobre este asunto.

PREGUNTA. ¿Qué es el superávit eléctrico?

RESPUESTA. El sistema eléctrico es un laberinto de diversos programas con sus correspondientes flujos económicos en el que de forma directa e indirecta consumidores y contribuyentes pagamos por la electricidad y todo lo asociado a ella, incluidos los derechos de emisión (CO2) y los gastos derivados de todo tipo de decisiones políticas, desde las subvenciones a las energías renovables y a la electricidad de las islas a la deuda acumulada como fruto de déficits históricos. Los consumidores no sólo pagamos la energía que consumimos sino el Impuesto especial de electricidad y el IVA. Piense que, grosso modo, la energía propiamente dicha, que es el único elemento ligado al precio de mercado, no solía representar más del 30 % de la factura de un hogar medio; con los peajes de acceso cerca de un 20 %; los otros cargos regulados, otro 30 %; y los impuestos no finalistas, otro 20 %.

P. ¿A qué se debe el superávit de 2022?

R. Los déficits y superávits son los desequilibrios que resultan de todos esos flujos de ingresos y gastos, y en gran parte obedecen a decisiones políticas dirigidas a conseguir fines muy diversos, desde hacer rentables y animar ciertas inversiones, como las renovables hace años; a asumir buena parte del riesgo de otras inversiones, como las renovables actualmente; o aplazar las consecuencias tanto de cambios en los precios como de decisiones previas. Sucedió así cuando el Gobierno optó por aplazar el pago del “déficit de tarifa”. También responden a ajustes ante cambios repentinos en los precios, como ha ocurrido con la decisión de reducir peajes, cargos e impuestos para minorar el efecto de la invasión de Ucrania en el precio del gas, a la vez que se inyectaban recursos presupuestarios para mantener el equilibrio financiero del sistema.

P. ¿Dónde se sitúa el superávit?

R. Este superávit se encuentra ahora en la “hucha” del propio sistema, en manos de sus gestores económicos, encargados de liquidar sus programas, no en manos de las empresas ni de Hacienda, lo que permitiría destinarlo, si se quiere, a reducir los recibos de la luz que pagan los consumidores.

P. ¿Propone, entonces, ‘devolver’ ese dinero a los españoles?

R. Es una posibilidad. Pero lo prioritario sería aprovechar la ocasión para hacer el sistema más racional, revisando todo el sistema tarifario y la fiscalidad de la energía. Es deseable que los precios reflejen mejor la escasez y los costes de oportunidad, incluyendo el desigual impacto ambiental de las distintas tecnologías, con lo que se estimularía un mejor uso de los recursos. No obstante, en la práctica, no es fácil evitar efectos imprevistos, redistribuciones indeseadas e ineficiencias de todo tipo. Además, en un contexto en el que pesan tanto los costes fijos y las decisiones políticas, es discutible qué sistema de tarifación genera mejores consecuencias a largo plazo.

Por si fuera poco, existen restricciones, tanto legales como contractuales. Los superávits son ingresos liquidables y Hacienda no podría recuperar fácilmente sus aportaciones presupuestarias. Tampoco pueden destinarse a reducir la parte fija del recibo mientras exista déficit de tarifa, que aún supera los diez mil millones de euros. Claro que siempre queda el recurso a nuevos decretos leyes.

P. ¿Y reducir la deuda del sistema? Todavía ronda los 10.000 millones de euros

R. También merecería la pena hacerlo; pero para el 84 % de deuda titulizada es poco menos que imposible; pero podría intentarse con el restante 16 %. Y sería fácil reducir la deuda ligada a los laudos que ya hemos ido perdiendo en el CIADI, y que pueden representar en total otros tres mil millones. En todo caso, reducir la deuda ayudaría a clarificar la toma de decisiones públicas, al contrario que un sistema en el que los consumidores actuales pagan hoy recargos por las decisiones políticas del pasado. Asimismo, pagar los laudos y negociar un acuerdo para los litigios que aún están por decidir contendría la pérdida de reputación que ya está empezando a sufrir España como destino seguro de la inversión exterior, y que puede agravarse en el futuro, si seguimos perdiendo arbitrajes y prosperan los embargos en curso.

P. ¿Cómo se podría configurar la reducción de esa factura? ¿Subvencionando parte del importe? ¿Aportando dinero a las empresas energéticas? ¿Ingresándoles ese dinero directamente a los ciudadanos en función de su gasto?

R. Convendría reducir los "otros cargos” que hoy pagamos los consumidores proporcionalmente a nuestro consumo de electricidad, ya sea en términos de potencia o, peor, de energía. Pagar los peajes en función de la potencia instalada tiene sentido porque mucho del coste de la red gira sobre su dimensionamiento y éste depende de la potencia más que del consumo. En cambio, para los demás cargos, el coste social no varía con el consumo, sino que son gastos incurridos en el pasado y que por tanto ya no son evitables. Lo inevitable no es un coste: no son realmente costes desde el punto de vista social.

Por ejemplo, el pago de la deuda no es evitable y no debe afectar las decisiones de consumir más o menos o incluso la de contratar más o menos potencia; pero es de esperar que las relativas a la potencia varíen mucho menos. Del mismo modo, aunque no deja de ser opinable, puede tener sentido que en aras de la cohesión territorial que el consumidor insular pague por su electricidad el mismo precio que el pacense o el gallego; pero tiene menos sentido que esa subvención a la electricidad insular la paguen los consumidores peninsulares en proporción a su consumo de electricidad.

Estos cargos extra que paga el consumidor para financiar costes que, si bien están vinculados a decisiones de política energética, no guardan en sí mismos relación alguna con el consumo actual, obedecen a costes ya incurridos, inevitables, por lo que ligarlos a este consumo lo desanima ineficientemente.

Podíamos pensar que cuanto más variable sea la tarifa, cuanto más ligada esté al consumo, mejor porque se desanima ese consumo; pero no debemos olvidar que el consumo no ha de ser cero, sino óptimo. Y ese consumo óptimo se alcanza cuando el precio es igual al coste social. El consumo óptimo sólo sería cero si ese coste social fuera infinito, y está claro que no lo es, o al menos que no lo es a juicio de la inmensa mayoría de los ciudadanos.

De hecho, esos costes inevitables no varían siquiera con la potencia contratada; pero distribuirlos con arreglo a la potencia en vez de pagarlos desde los Presupuestos sería un mal menor, si esta potencia varía poco; y ello quizá permite asociar en la mente del contribuyente los costes del sector a las políticas que los han provocado, y así mejorar el proceso de elección pública. Al fin y al cabo, los impuestos con que financiamos los Presupuestos también originan distorsiones de todo tipo, y quizá éstas sean más graves que las que surgen al distribuir esos otros cargos en función de la potencia contratada.

P. ¿Qué opina de la ‘excepción ibérica’?

R. Hay que recordar que se crea para esconder el impacto del precio de la electricidad en el índice de inflación, el IPC, índice en el que el INE sólo incluía el precio de la tarifa eléctrica “regulada”, que está ligado al precio del mercado diario, pese a que la mayor parte de los consumidores contrata a precio fijo. Para tapar ese efecto estadístico, el Gobierno adoptó una política que en conjunto parece haberse demostrado nociva. Dejando al margen los cambios en los conceptos de la tarifa, ha reducido ligeramente el precio que pagan a corto plazo los consumidores de tarifa regulada, aunque se discute en qué cuantía; pero elevando el precio y la incertidumbre de la electricidad contratada a plazo, que es la mayoría. También ha estimulado la demanda de electricidad, sobre todo la extranjera, demanda extra que en parte se satisfizo mediante la conexión de las centrales menos eficientes, aumentando el consumo de gas en unos momentos en los que debíamos haberlo reducido. Por otro lado, incluso buena parte de la reducción de precio habremos de pagarla en el futuro, al actualizar las compensaciones de rentabilidad, junto con las rentas que proporcionamos a franceses, portugueses y marroquíes al exportarles electricidad generada con un gas subvencionado. Tan sólo en 2022 les regalamos por esta vía casi dos mil millones de euros, más de lo que dedicamos en ese año a proteger a nuestros consumidores más vulnerables. Por último, no olvidemos que la subvención al consumo de gas para generar electricidad, que es en lo que consiste en el fondo esta ‘excepción’, ha provocado que hayamos comprado mucho más gas ruso, perjudicando así a Ucrania; y también que hayamos generado más CO2, un 24 % más que en 2021, aumentando con ello nuestras emisiones contaminantes. En resumen: ha servido para maquillar una distorsión estadística, pero ha sido un fracaso en casi todo lo demás. Es hora de suprimirla.

P. ¿Qué opina de la nueva tarifa regulada que entrará en vigor el 1 de enero de 2024?

R. Es un paso positivo al que nos ha obligado la Comisión Europea como condición para aplicar la excepción ibérica. Es positivo porque incorpora señales de precio a largo plazo, lo que debería reducir la volatilidad. Pero sigue siendo mejorable. Empezando porque incluso el hablar de “tarifa regulada” puede inducir a equívoco. Si existen una tarifa “regulada” y otras “libres”, ¿no cree que mucho consumidor poco informado tenderá a pensar que la regulada es más fija que las libres? Pues, de hecho, sucede lo contrario. Mientras que la mayoría de las libres se contratan a precio fijo durante un cierto plazo, en la regulada, el precio que paga el consumidor varía con el precio mayorista diario. Esto sólo se ha atenuado porque ahora la regulada va a depender crecientemente, hasta un 55 %, de los precios a plazo que se establezcan en los mercados de futuros, que suelen ser más estables. Lo insólito es que esa tarifa regulada va destinada al pequeño consumidor, sobre todo doméstico, y las pymes, cuya aversión al riesgo hace que la vinculación al precio mayorista, muy variable, sea a menudo contraria a sus preferencias. Sucede además que se obliga a los consumidores vulnerables a contratar esa tarifa variable como condición para acceder al bono social, cuando muchos de ellos son precisamente los más aversos al riesgo. Por ello, creo que, de haber una tarifa regulada, debería desvincularse por completo del precio diario, como se hace en otros países. Aquí, incluso al final del período transitorio, seguirá vinculada en un 45 % al precio diario.

P. ¿Cabe alguna otra mejora?

R. Más en general, quizá deberíamos replantearnos la necesidad de esa regulación de precio, excepto quizá para casos en los que un consumidor se quede temporalmente sin comercializador. Por supuesto que debemos proteger a las personas vulnerables, pero no mediante soluciones paternalistas, en las que se les abaratan ciertos consumos pero no otros, cuando podríamos proporcionar les una renta que puedan gastar como consideren más oportuno. No sólo porque un sistema como el actual induce un consumo poco útil, sino por respeto a su dignidad individual como personas y ciudadanos, pues condicionamos su libertad de elegir.