Reforma fiscal, más que hipotecaria

Arruñada, Benito (2011), “Reforma fiscal, más que hipotecaria”, Expansión, 13 de abril, 46.

Políticos de todos los colores e incluso los principales parlamentos autonómicos se inclinan por aliviar la carga de los morosos hipotecarios. Debe descartarse su principal propuesta, consistente en limitar por ley la responsabilidad hipotecaria, tanto con efectos prospectivos como, sobre todo, retroactivos. Procede, por el contrario, una solución compatible con la economía de mercado y el Estado de Derecho: reducir los costes de transacción de la “dación en pago”.

Razones teóricas y empíricas sugieren que la responsabilidad ilimitada genera buenos incentivos, asigna bien el riesgo y no padece efectos externos. Lógico, por ello, que sea la pauta casi universal para contratar hipotecas. Limitar por ley la responsabilidad sería, por tanto, insensato. Como también lo sería, aunque en menor medida, una regla dispositiva de limitación de responsabilidad. Las partes podrían modificarla, pactando la responsabilidad ilimitada; pero esta derogación contractual sería costosa y litigiosa. Conviene que las reglas dispositivas sean eficientes.

Además, estas propuestas a futuro no ayudan a los deudores actuales. Cuando discuten de contratos futuros es sólo como excusa para colar medidas retroactivas, tales que modifiquen los contratos vigentes causando la redistribución de riqueza que en realidad persiguen. Por eso proponen limitar la responsabilidad del deudor a la entrega del bien hipotecado cuando su valor sea inferior a la deuda.

La medida es popular porque, en el maniqueísmo dominante, se la percibe como una transferencia de banqueros ricos a deudores pobres. Doble error. La pagaríamos los contribuyentes, que ya garantizamos a todas las entidades financieras y pronto seremos dueños formalmente de los principales acreedores hipotecarios: las cajas de ahorros. Y se beneficiarían algunos deudores. No los más necesitados, a quienes se usa como pretexto: éstos o bien no han podido adquirir vivienda, por lo que no tienen hipoteca; o bien, si la tienen, perciben rentas inferiores al mínimo embargable, por lo que en nada les ayudaría la medida propuesta.

Dado que casi todos somos deudores, la limitación retroactiva de la responsabilidad redistribuiría riqueza de deudores con buena suerte a deudores con mala suerte; de los más ahorradores a los menos ahorradores; de quienes optaron por alquilar a quienes compraron; y de quienes compraron vivienda al principio de la burbuja a quienes lo hicieron al final. Favorecería especialmente a los deudores que, si bien pueden pagar su hipoteca, dejarían de tener incentivos para hacerlo: aquellos que invirtieron tarde, a precio alto, y que han visto caer el valor de su vivienda por debajo de la deuda que les queda por pagar.

Muchas de estas redistribuciones son injustas; pero, además, destrozarían la maltrecha reputación del país. Aniquilarían la solvencia de cajas y bancos, y asustarían a los inversores que han adquirido bonos y cédulas hipotecarias. Sería imposible vender títulos hipotecarios en el mercado secundario, lo que encarecería las nuevas hipotecas, que serían también más pequeñas tras limitarse la responsabilidad. En general, nos sería más difícil financiarnos en el exterior. Podría ser la puntilla para el temido rescate de nuestras finanzas públicas.

Por fortuna, nuestros parlamentos pueden conciliar la presión política con la estabilidad institucional y financiera. Basta con que faciliten la negociación privada de la insolvencia, reduciendo los elevados costes de transacción que hoy padece la dación en pago: sobre todo, el impuesto de transmisiones patrimoniales y actos jurídicos documentados, cedido a las Comunidades Autónomas y que éstas han ido elevando desde el 6,5% hasta situarlo por encima del 9% en una transmisión típica con hipoteca (la última vez, con ocasión de la reciente subida del IVA).

Los beneficios serían sustanciales ya que, comparada con la ejecución hipotecaria, la dación es mucho más eficiente. Gracias a su rapidez, elimina la indefinición temporal del derecho de propiedad y, con ella, la desocupación y deterioro del inmueble. Además, le evita al deudor los costes añadidos que le ocasionan los intereses moratorios y la posible infravaloración del inmueble en la subasta. Sustituir ejecuciones por daciones aliviaría también el creciente atasco y progresivo retraso de las ejecuciones judiciales, que tanto agravan sus efectos negativos.

Pese a estos beneficios, se estima que las partes sólo acuerdan una dación en pago por cada tres o cuatro ejecuciones. En parte, porque las daciones han de pagar el impuesto de transmisiones dos veces: al producirse la dación al acreedor y cuando el acreedor vende el inmueble. Por el contrario, las ejecuciones sólo tributan una vez y lo hacen con base en el valor de adjudicación. Y se benefician del “remate a calidad de ceder”, mediante el cual el adjudicatario dispone de un plazo para “hacer el pase” a un comprador final pagando el impuesto una sola vez.

Convendría, pues, eliminar o al menos reducir la carga fiscal de la dación en pago. Cabría, por ejemplo, tratar el impuesto sobre la dación como un pago a cuenta del asociado a la posterior compraventa. (Más en general, deberíamos cuestionarnos si es sensato que nuestros impuestos sobre transmisiones inmobiliarias sean de los más altos de Europa; un dato éste que, por lo demás, pone en duda la eficacia de los impuestos sobre transacciones para desanimar burbujas especulativas).

Eliminar trabas fiscales a la dación podría, además, aumentar la recaudación, ya que los tipos de las ejecuciones se aplican a bases inferiores. Aunque, bien pensado y dada la preocupación que muestran los parlamentos autonómicos por la suerte de los morosos, seguro que estarían dispuestos a sacrificarse para favorecerles. De hecho, sorprende que hayan desaprovechado semejante oportunidad de opinar con la cartera, y no de boquilla.