Las peligrosas ilusiones de Cataluña

Por B. Arruñada y V. Lapuente Giné (Project Syndicate, 23 de septiembre de 2015).

BARCELONA – La próxima elección parlamentaria de Cataluña podría convertir la rica región noreste de España en el primer estado en separarse de la Unión Europea. Pero, cuanto más probable parece que los separatistas ganen una mayoría de escaños, más se hacen oír las voces opuestas a la secesión. El común de los catalanes comienza a darse cuenta de que pagaría la factura de la independencia mientras que los posibles beneficios se los apropiaría una élite intelectual cada vez más poderosa.

La radicalización de Cataluña parece desconcertante. En 1978, un abrumador 90,5 % de los catalanes (tres puntos por encima de la media nacional) votó a favor de la Constitución Española, la cual otorga a las regiones un régimen de autogobierno en áreas tan importantes como la policía, la educación, la salud, la radio y la televisión. Durante los últimos 37 años, Cataluña ha gozado de prosperidad económica sin precedentes. ¿Por qué los catalanes se muestran ahora dispuestos a romper con España y arriesgarlo todo?

La mayoría de los analistas creen que el separatismo se debe a factores económicos. Catalanes ricos, reacios a subvencionar a regiones españolas más pobres, se han aliado con radicales de izquierda que proponen el tipo de populismo nacionalista que la crisis económica y el malestar han impulsado en la periferia de la Unión Europea.

Los separatistas afirman que un estado pequeño, abierto, que permaneciera en la UE y la OTAN, no sólo sería viable sino también óptimo en términos de rendimiento económico y cohesión social. Pero los costes de la transición sería inmensos, y hay serias dudas de que un país que se haya separado de manera unilateral de otro estado miembro de la Unión Europea pueda permanecer en la UE, o incluso volver a entrar.

Por otra parte, la experiencia de Cataluña con la autonomía sugiere que sus posibilidades de convertirse en un país de alto rendimiento son escasas. De hecho, tras numerosos escándalos de corrupción que han afectado a sus principales instituciones, su calidad de gobierno se sitúa al nivel de Portugal. Si los líderes catalanes han dilapidado la oportunidad de construir una mejor administración en las áreas que controlaban, ¿cómo cabe esperar que se superen al crear un estado independiente?

Claramente, hay otros factores en juego en el separatismo catalán. Bajo motivaciones aparentemente pragmáticas se encuentra la dudosa búsqueda de rentas por el grupo que Samuel Coleridge llamó la “clerecía” —quienes viven de crear, preservar y difundir la cultura nacional. De hecho, es este grupo, y no la burguesía o el proletariado radical, el que en el pasado también lideró los esfuerzos para lograr la independencia catalana.

Sin duda, toda sociedad moderna necesita una clerecía reflexiva. Pero este grupo tiene sus propios intereses. Como ha señalado la economista e historiadora Deirdre McCloskey, mientras que la burguesía sustenta económicamente a la clerecía, en tiempos de crisis la clerecía tiende a promover fantasías anti-burguesas, desde el nacionalismo al comunismo.

El autogobierno ha sido altamente provechoso para la clerecía catalana, pues ha subvencionado la difusión de todo tipo de creencias, como un glorioso pasado en Cataluña antes de ser “conquistada” por España. Igualmente, ha alimentado la visión de un futuro independiente como la “Dinamarca del Mediterráneo”.

Décadas de control sobre los presupuestos de educación y cultura han producido una clerecía formidable, integrada por legiones de apparatchiks políticos, funcionarios, escritores, académicos, docentes, trabajadores de ONGs, periodistas, y productores de televisión, entre otros. Muchos de ellos vieron las políticas de austeridad y liberalización adoptadas por Madrid (pero generalmente dictadas por la UE) como una amenaza contra su medio de vida.

Cualquiera que sea el resultado del actual proceso secesionista, la clerecía no perderá. En una Cataluña independiente, obtendrían altos cargos en el nuevo gobierno. Si el proceso encalla, la mayoría retendrá sus blindados trabajos en el sector público. Y si se alcanza un compromiso de “tercera vía” que expanda la autonomía catalana, los subsidios a los medios de comunicación y a las actividades culturales quedarán a salvo de las políticas de austeridad. Esto facilitará que la clerecía pueda organizar un nuevo reto soberanista en un futuro próximo.

Para los demás catalanes, sin embargo, las relaciones turbulentas con el resto de España generan una grave incertidumbre. Muchas de sus inversiones, ingresos, o trabajos dependen de clientes, proveedores y empleadores situados en el resto de España. En otras palabras, el reto soberanista crea claros ganadores y perdedores dentro de la sociedad catalana.

Esta situación no es nueva. El historiador John Elliott describe el papel de la clerecía catalana al fomentar la rebelión contra la corona española en 1640. Sólo cuando la situación se les fue de las manos, nobles y mercaderes catalanes se dieron cuenta de que era peor el remedio que la enfermedad. De forma parecida, en dos ocasiones durante el siglo XX la burguesía industrial catalana acabó apoyando soluciones autoritarias en España como respuesta a la radicalización de la clerecía catalana.

Entonces, como ahora, el conflicto real en Cataluña se da entre quienes se ganan la vida vendiendo bienes y quienes se la ganan vendiendo ilusiones.