La educación necesaria

Publicado en  Actualidad Económica, 2.772, octubre de 2016, 28–29.

El principal “fallo” de nuestro sistema educativo es el colapso de la exigencia, tanto en aptitudes como en actitudes. Es un fallo peculiar, pues se ajusta bien a la demanda, sobre todo de los padres. Al menos, de las preferencias que expresan en la presión que ejercen cada día a los maestros para que éstos exijan menos a sus alumnos. (Desarrollé hace poco esta idea en esta tribuna de El País).

Por supuesto que muchos padres (quizá la mayoría en términos numéricos, que no políticos) luchan contra esa antigua deriva hacia una educación orientada a disfrutar más que a producir. Pero se enfrentan solos a un perverso equilibrio de normas sociales, frente a las cuales optan por adaptarse, modificando sus creencias. En buena medida, los padres menos exigentes acaban arrastrando hacia abajo a los más exigentes. Entre todos, terminan así degradando un poco más las normas sociales.

De ahí que proliferen las soluciones mágicas al problema educativo. El pacto nacional por la educación es una de ellas: si estoy en lo cierto, su resultado más probable sería aumentar el gasto en una actividad cuyos problemas nada tienen que ver con el nivel de gasto. También serviría de excusa: al desplazar todos los defectos al “sistema educativo”, escondería que los principales responsables de la situación son los propios padres.

Una reforma educativa de verdad aspiraría a “saltar” a un equilibrio de normas sociales más productivas, imprescindibles para asegurar la formación y el nivel de vida al que aspiramos para nuestros jóvenes. Unas normas sociales con las cuales los padres exigentes y los buenos estudiantes arrastrarían a los demás hacia arriba.

Sería una reforma educativa muy distinta de la que nuestra política está en condiciones de pactar. Por ello, como mucho, el consenso debería perseguir dos objetivos más modestos pero compartibles: hacer efectiva la igualdad de oportunidades y dejar de castigar fiscalmente la educación productiva.

Por un lado, más allá de los postureos habituales, la igualdad de oportunidades está hoy lejos de ser siquiera un objetivo.

En la universidad, por una masificación que, en esencia, la inhabilita, convirtiéndola en un costoso sucedáneo del instituto. En los demás niveles de enseñanza, por las desigualdades entre centros. Es cierto que existen buenos colegios públicos, pero situados en áreas residenciales muy caras. Un diputado alababa hace poco la excelente calidad del instituto público en el que estudia su hijo. Es cierto que su calidad es notable, pero ese muchacho sólo podía disfrutarla porque sus padres se habían comprado un piso en pleno barrio de Salamanca. Por el contrario, quien vive en nuestros peores barrios está condenado a colegios que ofrecen todas las patologías sociales y poca educación. No es casual que el lobby educativo se resista tanto a cualquier intento de medir las notables diferencias que existen entre centros.

Por ello, mejorar la igualdad de oportunidades requiere más libertad para elegir dónde estudiar, aspecto que es separable por entero de la gratuidad. Para empezar, bastaría con ir separando la financiación de la provisión, permitiendo mayores márgenes de libertad, tanto en la demanda como en la oferta. Esto es, mayor libertad, tanto de los padres, para elegir colegio, como de los colegios, para organizarse. Y todo ello mientras se potencian los mecanismos de responsabilidad, de tal modo que ambos conjuntos de decisores asuman las consecuencias que acarree su mayor libertad. Por ejemplo, si un colegio gana alumnos, deberían aumentar sus recursos, sus aulas, su plantilla y sus sueldos. Y todo lo contrario cuando pierde alumnos, pudiendo llegar, en el límite, a cerrar.

En un régimen de libertad responsable, usuarios y proveedores están motivados para revelar sus preferencias y optimizar el uso de los recursos. El control de los centros es automático en la medida en que es la demanda la que gobierna el proceso. El poder pasa así de los proveedores a los usuarios, mientras que el regulador se ocupa de contener posibles desajustes, como los derivados de la selección de alumnos por los colegios, o del déficit de información de los padres sobre la calidad de los centros. Para aliviarlos, conviene modular la financiación en línea con parámetros demográficos. Por ejemplo, cabe dotar con más recursos a aquellos centros que acogen más alumnos de familias inmigrantes. Asimismo, para mejorar las decisiones de padres y estudiantes, se precisa información sobre los resultados académicos y laborales de los centros.

La idea puede profundizarse hasta desarrollar un “mercado interno” de educación. Sin embargo, para que este mercado sea en verdad competitivo, necesita mecanismos draconianos de disciplina, incluido, como apuntaba, el cierre de aquellos centros, públicos o privados, que resultan deficitarios. Por ello, y dadas nuestras dificultades para introducir responsabilidad, sobre todo en el ámbito público, convendría empezar por un objetivo más modesto: racionalizar el régimen de los colegios concertados.

En este terreno, hace ya décadas que la demanda se manifiesta a favor de moverse de colegios públicos a concertados. Ante ello, los gobernantes podían haber respetado las preferencias ciudadanas, reduciendo la dimensión de los centros públicos y permitiendo la expansión de los concertados. Sin embargo, autonomías de todos los colores han hecho justo lo contrario, expandiendo los centros públicos y limitando el crecimiento de los concertados, cuando no cerrándoles aulas. Estas restricciones y cierres forzosos reducen la capacidad de los centros concertados y contienen el abandono de los alumnos de los públicos. No sólo impiden aprovechar la actividad de control que ejercen los usuarios, sino que, en última instancia, acaban contagiando a los centros concertados con la peor calidad que, a juicio del usuario, exhiben los centros públicos.

Por otro lado, quizá la reforma educativa más eficaz consista en eliminar el castigo fiscal que sufren las inversiones en formación.

Nuestros políticos llevan muchos años declarando que es necesario otro “modelo productivo” y afirmando que, de cara al futuro, debemos invertir en “capital humano”. Sin embargo, con sus hechos penalizan notablemente esta inversión, al fijar en el IRPF unos tipos impositivos que son muy progresivos desde niveles de renta relativamente bajos. Además, su efecto sólo se compensa parcialmente con la subvención implícita en la gratuidad de la educación: mientras que subvencionamos por igual la educación que hoy sirve más bien para disfrutar (¿Políticas?, ¿Periodismo?) que aquella que sí produce valor social (¿Ingeniería? ¿Medicina?), el gravamen fiscal (y unas mayores tasas universitarias) sólo pesan sobre esta última, sobre la educación socialmente productiva.

Por igual motivo, la progresividad prematura daña la formación en el puesto de trabajo, pues ésta requiere que el esfuerzo inicial se retribuya con “remuneración diferida”, una pauta común en todo tipo de carreras profesionales, justo el arquetipo del nuevo modelo productivo al que decimos aspirar. Sin embargo, lejos de favorecer la inversión en esos puestos de trabajo, no sólo la dificultamos con normas laborales ingenuamente proteccionistas, sino que la discriminamos fiscalmente. ¿Para qué invertir en capital humano a los 25 ó 30 años de edad si al llegar a los 50 Hacienda se lleva la mitad del rendimiento bruto? Mejor “conciliar” y “vivir al día” — mejor, en definitiva, consumir que invertir.

Me dirán que los veinteañeros no reparan en estos asuntos. Sin embargo, sí reparan en el nivel de vida de unos y otros; y ese nivel de vida, tan fácil de observar, se ve afectado por la estructura fiscal. Por lo tanto, es probable que sí influya efectivamente en sus decisiones.

También habrá quien piense que la culpa es de nuestros políticos, por ser incoherentes al adoptar una estructura fiscal contradictoria con sus declaraciones. Pero sería erróneo echarles la culpa, pues las encuestas nos dicen que a la mayoría de nuestros votantes —y, entre ellos, a muchos padres y no pocos jóvenes— les encanta la progresividad fiscal. Es de suponer que creen que no les afecta, o incluso que les beneficia. La incoherencia, si es que existe, reside en el votante.

Confirma este juicio el que los dos pilares de la reforma —libertad y fiscalidad— confronten un enemigo común: la prevalencia de valores igualitaristas. El mismo ciudadano que teme la libertad, quizá porque ésta aumenta las posibilidades de sus vecinos más esforzados, también es partidario de la progresividad. Con esta última castiga a quien decidió en su día esforzarse más, sacrificándose ayer para vivir mejor hoy. Es el mismo igualitarismo que nos lleva a restringir la competencia a priori el que también nos mueve a castigarla a posteriori.

Cierto que también hay ganancias injustas, basadas en la corrupción y el nepotismo. Pero observe que la corrupción ni siquiera cambia el sentido de nuestro voto. En el fondo, la corrupción tiene aquí mucho de excusa. Para algunos, un Amancio Ortega es más incómodo que mil Bárcenas.