Estatuto de los trabajadores, ¿o de los parados?

Voz Populi, 27 de septiembre de 2020   

Llama la atención el número desproporcionado de empresas españolas que tienen exactamente 49 empleados, un 62% más del número que cabría esperar. ¿A qué se debe esta anomalía? La razón primordial es sencilla. El Estatuto de los Trabajadores establece una regulación cuya rigidez y coste aumentan notablemente con el tamaño de la empresa. Las empresas reaccionan e intentan aprovechar las excepciones y no traspasar los umbrales en que empiezan a regir reglas más costosas.

En concreto, a partir de 50 empleados cambia el sistema de representación y se activan muchas otras reglas (véase el recuadro). Lógicamente, las empresas hacen todo tipo de malabarismos —desde no crecer a fraccionarse— para no alcanzar ese número fatídico.

El coste de nuestra ley laboral queda de relieve en este agolpamiento de empresas justo por debajo del umbral regulatorio. Garicano, Lelarge y Reenen han empleado este fenómeno para estimar que tan solo la mayor regulación laboral asociada a traspasar el umbral de 50 empleados reduce el producto interior bruto (PIB) de Francia en un 3,4%. Los motivos son que también allí la regulación adicional a partir de ese número lleva a que abunden las empresas menos productivas y una parte del empleo se reasigne hacia ellas.

Además, el coste de esa sobrerregulación funciona como un impuesto que de hecho se acaba trasladando a los trabajadores, lo que reduce sus salarios. Dado nuestro nivel de paro, si, por el motivo que fuera, nuestra sobrerregulación laboral de las empresas medianas y grandes no redujese los salarios de los trabajadores con empleo, su efecto más probable en España sería el de aumentar el desempleo, reduciendo a cero el salario de los nuevos trabajadores en paro.

En todo caso, esa estimación del coste regulatorio en el 3,4% del PIB se refiere tan solo a las reglas adicionales que pesan sobre las empresas de más de 50 trabajadores en Francia pero no a las reglas más gravosas, que son las que recaen sobre todas las empresas, con independencia de su tamaño. Por ello, es probable que el coste total de la regulación laboral, tanto en Francia como en España, se sitúe en un orden de magnitud muy superior, de tal modo que ese 3,4% representaría tan solo una parte minúscula del coste total.

En este contexto de regulación insensata es en el que debemos valorar las restricciones que se dispone a promulgar el Gobierno sobre el teletrabajo y los repartidores, o las reformas laborales que decidió acometer el pasado 8 de septiembre, dirigidas estas a aumentar el poder sindical (alargando la vigencia de los convenios caducados mientras no se negocien otros nuevos y suprimiendo la prioridad de los convenios de empresa sobre los sectoriales) y hacer así aún más restrictivas nuestras relaciones laborales. Tal parece que quienes más prometen “trabajo digno, estable y de calidad” son quienes más se empeñan en hacerlo imposible.

Esperemos que, en aras de los millones de trabajadores sin empleo, nuestros vecinos europeos no consientan semejante retroceso. Pero no olvidemos que la reforma laboral que pretende derogar el actual Gobierno fue promulgada en 2012 en contra tanto del Gobierno de entonces como de la voluntad popular. Si aspiramos a recobrar un mínimo de soberanía, tendríamos que asegurarnos de que somos capaces de ejercerla con sensatez. Hoy por hoy, no lo hacemos. La próxima semana intentaré explicar por qué.

Anexo: Frenos legales al crecimiento de la empresa

Cuando una empresa alcanza 50 trabajadores, los sindicatos pueden promover que se constituya un comité de empresa de 5 miembros que ya liberan 75 horas al mes. Por ley, no solo el número de miembros sino también el número de horas que libra cada uno de ellos crece con el tamaño. Su número pasa de 5 hasta un máximo de 75, cada uno de los cuales libra hasta 40 horas en las empresas de más de 750 trabajadores. (Se trata de un aumento que no parece tener justificación en el coste: de hecho, sería de esperar una reducción puesto que la representación laboral disfruta de economías de escala, como indica el que se suelan acumular las horas de libranza en los “liberados” sindicales).

Más gravoso aún que este coste directo de la representación es que las relaciones laborales se hacen más rígidas y burocráticas, pues los comités son más activos como órganos fiscalizadores, y la empresa ha de negociar con ellos casi cualquier cambio relevante y no sólo los relativos a las condiciones de trabajo o a los novísimos planes de igualdad.

Además, muchas otras regulaciones laborales rigen solo a partir de cierto tamaño. Así, las que emplean más de 50 trabajadores están obligadas a contratar al menos un 2% de ellos con discapacidad y a preparar un detallado “plan de igualdad”. También varían otros muchos costes. Por ejemplo, a raíz del COVID, las cotizaciones sociales de los ERTE se bonifican con 20 puntos porcentuales más en empresas con menos de 50 empleados.

Ya fuera del derecho laboral, muchas otras regulaciones contables y fiscales también se tornan más estrictas al aumentar el tamaño de la empresa. Por ejemplo, las empresas con más de 50 empleados que excedan los 2,85 millones de activos o los 4,7 millones de facturación no pueden formular cuentas abreviadas, y han de someterse a auditoría anual, establecer canales de denuncia interna y organizar una compliance office independiente si aspiran a la eximente de responsabilidad penal. Asimismo, las que rebasan los 6 millones de cifra de negocio han de liquidar el IVA mensualmente, ven aumentar sus pagos fraccionados y son vigiladas por unidades de Hacienda especializadas en grandes empresas. Es lógico que se observe también otro agolpamiento de empresas en los 6 millones de ventas.