El abono intelectual del populismo

El populista manipula los peores instintos del ciudadano para convertirlo en su marioneta, pero quien hace creíble su discurso es el intelectual que predica un caudal incesante de críticas maniqueas

El País, 8 de junio de 2017, p. 13.

Occidente ha enfermado de populismo, con consecuencias que podrían ir de lo ruinoso a lo catastrófico. A menudo, se culpa de este populismo rampante a los gobernantes, por su corrupción y pasividad. Pero la corrupción había sido tolerada y las élites nunca habían estado tan dispuestas a complacernos. El populismo sólo ha podido arraigar en un ambiente viciado por intelectuales que han alimentado una visión maniquea de la realidad, ocultando de paso la gran mentira: la brecha que existe entre nuestros recursos y nuestros deseos.

Durante décadas, esta misma intelectualidad había apostado por una economía mixta, que, a cambio de tolerar un mercado maniatado, prometía cierta igualdad de oportunidades, una panoplia ampliable de derechos y un nivel creciente de consumo. Cuando la crisis viene a recordarnos que los recursos son limitados, pasa a argüir que los políticos la han gestionado mal y en su propio provecho. Ni menciona que esa economía mixta sufría vicios estructurales: el principal, haber prometido lo imposible. En vez de reconocer su error, el intelectual modesto insinúa que los gobiernos “no la han reformado a tiempo” mientras el soberbio truena que “no le han hecho caso”.

Este discurso comparte vicios con el populismo político. Como él, también denuncia la penosa corrupción de las élites sin mencionar nunca la corrupción de las masas; y aún menos la de los propios intelectuales. Cada plaza universitaria amañada conlleva una corrupción millonaria; pero, como mucho, se la tilda de “endogamia” o “amiguismo”, una conducta que muchos ven encomiable. Y eso cuando no fomenta mitos que desvían su responsabilidad, como es el de la “generación mejor preparada”, una entelequia que no sólo oculta sendas estafas, educativa y generacional, sino que atribuye el paro juvenil a supuestos fallos en mercados y empresas.

Este populismo intelectual late encubierto en todo tipo de diagnóstico. Subyace cuando se critica la dependencia política de nuestros jueces sin prestar atención a su independencia fáctica de la ley ni a su laxo régimen de responsabilidad. O cuando se vitupera el “capitalismo de amiguetes” sin señalar que el nuestro sería, más bien, un “estado de amiguetes”. O, en fin, cuando se censura a nuestros gobiernos sin reconocer que son serviles ante un votante cada vez más narcisista, un votante al que algunos incluso adulan con la cantinela de que las élites le han “excluido” del proceso político.

Ciertamente, estas críticas se adornan de elementos plausibles; pero son parciales y, aun peor, maniqueas, pues culpan de todo mal a una parte, ora el capitalismo, ora las instituciones que lo apoyan o las élites que las gobiernan. Omiten, en cambio, mencionar cualquier conducta nociva del ciudadano, incluidas las del propio intelectual.

Este sesgo en el diagnóstico conduce a propuestas desequilibradas. En lo político, defienden modificar las instituciones de representación para trasmitir mejor los deseos de la ciudadanía, como si los grandes errores del pasado no hubieran venido a concretar, precisamente, tales deseos. En lo social, proponen nuevas políticas asistenciales sin preguntarse nunca cómo contener la picaresca —por cierto, ¿no será esta también corrupción?— que pervierte a las ya existentes. En lo económico, apelan al bálsamo de la independencia regulatoria, dando por supuesto que esta es posible y que la independencia del regulador siempre es positiva, sin apreciar que también aquí es imprescindible el equilibrio. El juez, como el regulador, ha de ser independiente tanto de las élites como de las masas y, para que cumpla la ley, ha de estar sujeto a una responsabilidad efectiva. En vez de perseguir ese delicado equilibrio, se nos promete que la independencia regulatoria y judicial tiene efectos mágicos. Sin embargo, dotarnos de zares regulatorios y judiciales sería un error, salvo que pudiéramos nombrar ángeles. Como hemos de nombrar humanos, darles más independencia sin responsabilidad puede ser aun peor que la enfermedad. Piensen, por ejemplo, en los aforamientos: suprimirlos puede ser razonable, pero no sin evitar el actual abuso partidista de los procesos judiciales.

Se despliega así un juego que, en el fondo, es similar al del populismo político convencional, pues exalta y cabalga con la masa, y atribuye toda la responsabilidad al gobernante, alimentando la misma soberbia moral y el mismo deseo de revancha. Además, quienes usan este discurso también se distancian de la élite, lo que les permite proponerse ingenuamente como alternativa. Una alternativa que, como el populismo convencional, da por supuesta su propia benevolencia.

Una propuesta ingenua porque, a la postre, su efectividad política es escasa, debido a la contradicción entre lo acerbo y desenvuelto de su crítica al establishment y el conservadurismo real de su promesa, que apenas consiste en retocarlo para “gobernar bien”. Además, su recurso al maniqueísmo lastra futuros intentos racionalizadores, los cuales exigen que todos cooperemos. Quien insiste en culpabilizar a las élites, se sitúa mal para pedir al votante que contribuya a un esfuerzo colectivo: este le responderá que contribuyan los culpables.

Como ocurrió con el regeneracionismo de hace un siglo, este maniqueísmo más o menos táctico solo autoengaña a algunos de sus practicantes. No al votante más racional, que, apesadumbrado, mantiene su apoyo a los viejos partidos, excepto para castigarles ocasionalmente o para cubrir un vacío momentáneo. Su escepticismo es tal que apenas siente frustración cuando el león regenerador engendra peluches continuistas (como el regalar título de bachiller a los suspensos), cuando no reaccionarios (como es reducir el IVA de la ópera y demás recreos artesanales).

Tampoco convence al votante que se cree la versión maniquea de la crítica, pues le cuesta identificarse con quienes, amén de reemplazar al gobernante, tan solo proponen cambios que, por su origen y complejidad, le inspiran desconfianza. De ahí que ese votante opte, de entre las ofertas rupturistas, por aquélla que mejor se ajusta a sus pasiones.

Como antaño, el regeneracionismo maniqueo está condenado al fracaso. Hoy aspira a surfear la ola populista para alcanzar el poder; pero tan sólo sacude un árbol cuyas nueces recoge el populista genuino, tanto el que aún lucha por el poder como el que ya lo detenta.

Entre nosotros, ya se atisba esta posibilidad en algunos procesos judiciales. Abundan fiscales que destruyen reputaciones y jueces orgullosos de legislar sus propios prejuicios sobre cómo debe funcionar la sociedad. Mientras que el populismo político aún ha de vencer, a este populismo togado le basta con erigirse en instrumento de la turba mediática. Sus mecanismos formales de responsabilidad nunca habían sido eficaces. La novedad es que años de masivo diagnóstico maniqueo han destruido las normas sociales que proveían un mínimo control informal, creando así la ocasión para que estos oportunistas puedan usurpar impunemente el poder.

Aprendamos la lección. El regeneracionismo sólo dejará de ser dañino cuando abandone sus atajos maniqueos.

Nicolás Aznárez