De tiburones y dinosaurios
Arruñada, Benito (1992), “De tiburones y dinosaurios”, Cambio 16, 1.067, 4 de mayo, 54.
En un signo de su puesta al día, la Real Academia de la Lengua ha admitido que se llame “tiburón” a aquella “persona que adquiere de forma solapada un número suficientemente importante de acciones de un banco o sociedad mercantil para lograr cierto control sobre ellos”.
Triste destino el de la Academia. Cuando se publique el Diccionario, éste contendrá otra antigualla más, ya que esta especie financiera está en peligro de desaparecer.
La desaparición de los tiburones es lamentable, porque constituyen la mejor garantía de que las grandes empresas no se conviertan en dinosaurios inviables. El problema nace de que, en las sociedades anónimas de gran tamaño, los accionistas se limitan a aportar el capital y asumir el riesgo, mientras los administradores toman todas las decisiones.
Esta extraña división de funciones permite repartir riesgos, de modo que cada empresa puede acometer todo proyecto rentable, por muy arriesgado que sea. Pero padece un grave inconveniente: al no ser propietarios, los directivos tienden a perseguir sus propios fines y olvidarse del interés de los accionistas.
Estos nada pueden hacer para evitarlo. Si un accionista se decide a luchar y consigue cambiar el rumbo de la empresa, habrá de compartir el fruto de su esfuerzo con los demás. Por ello, es lógico que todos se crucen de brazos.
El único contrapeso eficaz es la actividad de los tiburones, que entran en escena cuando existe una gran diferencia entre el valor bursátil de una sociedad y su valor potencial. Al comprar las acciones mediante una “opa”, pueden pagar una prima sustancial a los accionistas, ya que, tras lograr el control y cesar a los administradores, los cambios que introducen en la gestión aun les permiten lograr un jugoso beneficio.
Lamentablemente, las normas promulgadas en los últimos años sobre sociedades, opas y divulgación de participaciones impiden las opas hostiles sobre grandes sociedades y permiten el atrincheramiento de los administradores.
Por un lado, la obligación de divulgar las participaciones accionarias significativas y de seguir en las opas un costoso procedimiento, tienen una finalidad ingenuamente proteccionista. Las normas pretenden favorecer a los pequeños accionistas a costa de los tiburones; pero su efecto real es que éstos dejan de actuar, al verse privados de incentivos.
Por otro, las normas permiten, sin embargo, la edificación de todo tipo de defensas previas, incluso las que rayan en el fraude de ley. A iniciativa de sus administradores, muchas sociedades han instalado trampas, repelentes y blindajes defensivos, como las autorizaciones para emitir capital, las limitaciones al máximo de votos que puede emitir un accionista, el reforzamiento de los quórum o los requisitos de antigüedad para ocupar cargos.
La consecuencia es que, tras unos años de competencia incipiente, se ha restablecido el anterior equilibrio ecológico, casi monopolístico, en el control de las pocas grandes empresas que viven en nuestro desierto financiero.
Los tiburones no son lobos, sino pastores en busca de rebaños descuidados. Al liquidarlos, no protegemos la cabaña, sino que la debilitamos. Su papel parece imprescindible en el horizonte del mercado interior, incluso en el de uno sin feroces tigres orientales. ¿Cómo contener, sino, los despilfarros de directivos descontrolados, sobre todo los de aquellos resguardados por un seguro de depósitos que —como todo lo inevitable— les resulta gratuito, y es imposible de supervisar? ¿Quién evitará ahora el anquilosamiento de nuestras grandes empresas? ¿Seguirá siendo necesario, o posible, disimularlo desde el Estado?
Al impedir que existan tiburones, se compromete la especia¬liza¬ción de propiedad y control y se dificulta la existencia de grandes empresas. La consecuencia es más grave para el desarrollo de las empresas españolas. Tradicionalmente, les ha resultado imposible alcanzar los elevados niveles de capitalización y concentración de riesgos que se precisan para competir en mercados abiertos.
Por ello, se necesitan con urgencia normas equilibradoras, que reduzcan las barreras estructurales a la competencia por el control de las grandes sociedades y dificulten la adopción de medidas defensivas. Encajarían bien con el europapismo que ha presidido la reforma legal en estas materias: La Comisión Europea ha recomendado que se prohíban los límites al máximo de votos que puede emitir un accionista y la imposición de mayorías cualificadas para los cambios en el control.