Costa sobre el trasplante de instituciones

Almudena Serrano trae a mi atención un magnífico texto de Joaquín Costa, que quizá resulte de interés para quienes aún pretenden resolverlo todo con sencillos trasplantes institucionales, ya se trate de las escuelas finlandesas, el marco laboral danés o los reguladores británicos.

“El camino derecho, digo, porque el que tomaron nuestros abuelos y nuestros padres no lo era: por eso, justamente, hemos desembocado en el abismo.

Raza atrasada, imaginativa y presuntuosa, y por lo mismo, perezosa e improvisadora, incapaz para todo lo que signifique evolución, para todo lo que suponga discurso, reflexión, labor silenciosa y perseverante, hemos fiado nuestros adelantos a la importación mecánica de lo que descubrían y practicaban los extranjeros, juzgando hacedera la apropiación y disfrute de los resultados sin la fatiga y el dispendio del hallazgo y de los tanteos, mejoras y arrepentimientos. No es maravilla por esto que nos haya sucedido con las instituciones de derecho público lo mismo que con todo: lo mismo, por ejemplo, que con la ganadería. Nuestras razas son muy imperfectas; nuestras ovejas son de pocas libras, tienen mucho hueso, su lana es basta, pesa poco el vellón, tarda mucho tiempo en desarrollarse: el mejorarlas por selección pide largos años; pero ¿qué necesidad tenemos de esperar y de fatigarnos? Los ganaderos ingleses nos dan hecho ya el trabajo: han creado la raza Leicester, la raza New Kent, la raza Southdown, de carne fina, de poco hueso, de hermoso vellón, que en la mitad de tiempo que las nuestras adquieren el doble peso: ¿pues hay más que traer reproductores de Leicester o de la cabaña de Jonas Webb, para tener en dos o tres años lo que a ellos les ha costado medio siglo? Dicho y hecho: el duque de la Torre, el duque de Sexto, el marqués de Perales, el marqués del Duero, y naturalmente, el Gobierno para la cabaña modelo, van y traen moruecos ingleses para padres: ¿y qué sucede? Que aquel ganado, hecho al aire húmedo y tibio, al cielo nebuloso y al pasto fino y siempre verde de las Islas Británicas, al encontrarse aquí con un ambiente seco, un sol dardeante y un cielo sin nubes, con hierbas poco jugosas y durante una gran parte del año medio secas, no pudo resistir y se murió. No se rindieron nuestros ganaderos reformistas por eso: resignáronse, sí, a adoptar un temperamento menos rápido, pero que todavía significaba una media improvisación: el cruce de las razas seleccionadas inglesas con las españolas; pero entonces resultó que la lana y la carne de los hijos eran de peor calidad que las de las ovejas indígenas, los fabricantes no querían la primera ni los consumidores la segunda, y los ganaderos improvisadores tuvieron que abandonar un arbitrio que los arruinaba. Comprendieron que si querían poseer razas perfeccionadas, érales forzoso creárselas, como los ingleses las habían creado, por el arte de Bakewell, las suyas, tomando como bloques semovientes a desbastar y esculpir los mismos carneros y ovejas de la Península directamente; sólo que esto pedía mucha paciencia y muchos años, y era cosa de pensarlo.

Ahí tienen ustedes, señores, punto por punto, lo que nos ha sucedido con las instituciones liberales y parlamentarias. Para que todo marchase bien, necesitaba el Estado español vestirse a la medida, crearse una morfología especial, que fuese como la concreción externa de su espíritu, no copiada de la de otros países de raza distinta, de distinto estado social, de distinto grado de cultura, de usos, tradiciones y economía diferentes. Pero nuestros reformadores políticos no se curaban de biologías: ¿para qué emprender una evolución lenta y fatigosa, la creación de algo original y propio, injertando sobre patrón indígena, costumbres del pueblo, tradiciones vivas de la nación? Ya Inglaterra ha descubierto aquellas instituciones y las ha traducido y acreditado nuestra sabia maestra, Francia: importémoslas, colocándonos de un salto al nivel de los países de política más adelantada. Y dicho y hecho: el duque de la Torre –y lo cito como símbolo y personificación de la política española de todos los partidos, desde el moderado hasta el republicano, ambos inclusive, durante medio siglo- el duque de la Torre procedió como político en la misma forma que había procedido como ganadero: trajo instituciones inglesas por el mismo camino que había traído borregos ingleses; en vez de practicar una selección in and in o par dedans, como se dice en la ciencia, esto es, un desenvolvimiento de dentro afuera de lo existente ya y vivo en las prácticas de nuestro país; en vez de hacer política consanguínea, se limitó a una sencilla importación de género forastero; ¿y qué había de suceder? Transplantadas desde un pueblo rico, civilizado, liberal, que trabaja y se nutre, que hace la vida del hogar, educado en el amor a la ley durante dos centurias, que no ha perdido los hábitos de selfgovernment, incansable en sus constantes avances hacia la libertad, que no tiene en su diccionario vocablo para traducir el nuestro de “pronunciamiento”, y en quien el recuerdo de Carlos I en White Hall hace veces de revolución –a otro pueblo de mendigos y de inquisidores, rezagado tres siglos en el camino del progreso, que parece no tener la cabeza encima de los hombros más que como un remate arquitectónico, que no conoce la ley, que se acuesta todas las noches con hambre, y cuya historia pública se mueve entre estas dos abominables y deprimentes figuras, Carlos I en Villalar, Fernando VII en Valencia; ¿qué había de suceder, repito? En Inglaterra, efecto de su educación política y del respeto que se guarda a la moral, el régimen parlamentario es cosa seria y sincera: en España, con aquellos antecedentes, tenía que degenerar en esto que dice Azcárate: una “parodia ridícula, en que todo es farsa y mentira”; sólo que parodia, añado yo, que no se ha contentado con funcionar al lado de la verdadera representación y sin estorbarla, sino que la ha suplantado, que ha usurpado su puesto, haciendo papel de perro del hortelano”.

Costa, Joaquín. Oligarquía y caciquismo, como la forma actual de gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla. Introducción por José Varela Ortega. Madrid, Biblioteca Nueva, 1998, pp. 118-20. (Edición original, Madrid: Imprenta de los hijos de M.G. Hernández, 1902).