Acciones sin voto: Un regalo expropiatorio

Arruñada, Benito (1992), “Acciones sin voto: Un regalo expropiatorio”, Cambio 16, 1.060, 16 de marzo, 51.

Los administradores de cierto banco español han anunciado recientemente su propósito de luchar contra un eventual intento de toma de control mediante, entre otras medidas, una emisión de acciones sin voto. Su intención es emitir estos títulos para ofrecerlos en canje a los accionistas, a quienes se les ha presentado la operación como una mejora retributiva. Y, al menos aparentemente, lo es: las acciones sin voto gozan de privilegios retributivos, como la preferencia en el cobro de dividendos. A cambio, su receptor sólo ha de ceder unos derechos políticos que, tratándose de un pequeño accionista, no ejerce.

Sin embargo, las apariencias engañan. Es cierto que el voto carece de valor en la situación corriente. Sin embargo, tiene un valor sustancial cuando alguien plantea una batalla por el control, en cuyo caso todos los accionistas, pequeños o grandes, suelen recibir primas sustanciales al entregar sus títulos al adquirente. Por ello, la oferta de canje de acciones sin voto por acciones con voto es, en realidad, un regalo envenenado y coactivo.

Es envenenado porque, de aceptar muchos accionistas el canje, se reduciría sustancialmente el número total de votos de la sociedad, y aumentaría el porcentaje de votos que controlarían los administradores, al no acudir éstos al canje. Consiguientemente, se volvería imposible y desistirían de su empeño las empresas que hubieran estado dispuestas a hacerse con el control, pagando a los accionistas la prima reseñada. Los administradores salvarían sus empleos y prerrogativas, y desde entonces tendrían a su merced a los minoritarios que conservaran títulos con voto.

Anticipando esa situación, los accionistas tenderán a preferir una posición menos mala: la de titulares de acciones sin voto. Al menos, éstas disfrutan un privilegio económico. De ahí proviene el carácter coactivo de la oferta de canje. A cada accionista se le obliga a optar entre lo malo y lo peor. Si nadie acudiera al canje, todos saldrían beneficiados, ya que los administradores seguirían sujetos a la disciplina impuesta por la posibilidad de ser despedidos y, en caso de concretarse tal posibilidad, los accionistas recibirían la prima de control. Sin embargo, es probable que cada accionista decida aceptar la oferta de canje, ante el temor de que los demás canjeen y él se quede en la peor situación posible: la de propietario de acciones con voto en una sociedad donde es menos probable que alguien intente comprarla, por haberse concentrado los votos en manos de los administradores.

No sirve de disculpa el que la emisión de las acciones la decida la junta de accionistas, pues les sería muy costoso informarse y actuar colectivamente en su seno, igual que lo es decidir si se presentan o no al canje.

Lo triste del caso es que los principios de esta operación expropiatoria están recogidos en el nuevo texto de la Ley de sociedades, que prohíbe emitir acciones sin voto que no estén privilegiadas. Ese privilegio sólo lo es, aparentemente, sobre el precio que alcanzan las acciones con los actuales administradores. Sin embargo, una acción sin voto vale menos de lo que estaría dispuesto a pagar un nuevo equipo directivo por cada acción con voto en caso de no plantearse o no tener éxito el canje.

Con las acciones sin voto, la ingenuidad proteccionista no sólo dista de alcanzar el objetivo que pretendía, sino que consigue su opuesto, prefigurando las condiciones necesarias para que las acciones sin voto sean un instrumento confiscatorio. Para evitarlo, bastaría con que la Ley obligara a que, al menos en casos como el comentado, las acciones sin voto hubieran de venderse en Bolsa—si se desea, comprando y amortizando simultáneamente parte de las acciones con voto—, prohibiéndose su ofrecimiento en canje; o permitiéndolo, pero sin que, en este caso, las acciones sin voto pudieran tener privilegio económico alguno.

La lección de esta inconsciente previsión legal es aplicable a muchas de las normas introducidas en el ámbito de las sociedades y el mercado de valores en los años ochenta. El sentido común que ilumina la labor de nuestros legisladores se demuestra insuficiente para entender las consecuencias reales de las leyes.