La libertad de no ser libres

Voz Populi, 22 de noviembre de 2020

Los seres humanos nos enfrentamos a innumerables dilemas de “acción colectiva” en los que, si todos aportáramos al bien común —llevando mascarilla, pagando impuestos, esforzándonos por adquirir información y ser ecuánimes al votar—, nos iría mucho mejor. Sin embargo, a la hora de tomar decisiones individuales, a menudo optamos por aportar lo mínimo, en la esperanza de que sean los demás quienes contribuyan. Cada cultura desarrolla soluciones diferentes para paliar este tipo de dilema y de la eficacia de esas soluciones depende buena parte de su prosperidad relativa.

Tendemos a pensar que la clave reside en establecer reglas legales y vigilar que las conductas se ajusten a ellas. Muchos españoles han dado en creer que todo problema se puede resolver solo con promulgar la ley adecuada: basta con tener “voluntad política”. Lógico que nuestros líderes corran a satisfacer esa demanda. Cuando las elecciones dan resultados equilibrados y se tarda en formar Gobierno, proliferan las quejas de que no se puede gobernar. A diferencia de Estados Unidos, donde el reciente empate es celebrado como un saludable contrapeso institucional, aquí damos por supuesto que promulgar nuevas leyes es condición necesaria para curar nuestros males. Descartamos como imposible que la mayoría de las leyes solo consigue agravarlos.

En el mejor de los casos, este idealismo legislativo es ingenuo porque el legislador ignora qué reglas formales son idóneas y, sobre todo, tropieza con dificultades para hacerlas realidad. Además, tales reglas formales son torpes a la hora de modular y adaptar las conductas individuales a las circunstancias de cada caso particular. Lo vemos diariamente con la pandemia, respecto a la cual estamos aplicando reglas rígidas de todo-o-nada que, al no dejar margen alguno a la libertad, impiden actividades perfectamente inofensivas. En cambio, las soluciones basadas en normas sociales informales, que hayan sido interiorizadas por los individuos y que suelen tener una base emocional, ahorran en vigilancia y proporcionan flexibilidad.

Estas normas sociales no nacen en el vacío, sino que se las cultiva culturalmente a lo largo de los siglos. Desde hace unos veinte años se han llevado a cabo cientos de experimentos sobre bienes públicos que permiten clarificar algunos de estos procesos de actuación colectiva. Su variante más elemental es sencilla: se entrega a un grupo de individuos cierta cantidad de dinero y cada uno de ellos decide cuánto aporta al común. A continuación, el experimentador divide en partes iguales un múltiplo del total aportado entre los participantes. Como en la vida real, estos saldrían mejor si todos aportasen lo máximo, pero suele suceder que algunos no lo hacen. Además, al repetirse el juego, suele disminuir el número de sujetos “cooperadores” que aportan al común, y acaban prevaleciendo los que no lo hacen. Sucede que, al contemplar la existencia de desaprensivos, los propios cooperadores dejan de serlo.

Lo interesante es que se observa una gran variedad en cómo responden los miembros de distintas sociedades en cuanto a su propensión a cooperar y su reacción ante la posibilidad de que los participantes puedan sancionarse entre sí. En concreto, en las sociedades con economías de mercado más desarrolladas no solo la propensión a cooperar es mayor, sino que los cooperadores están más dispuestos a gastar parte de sus recursos en castigar a los que no cooperan, incluso en ausencia de normas. El resultado de estos castigos es que estos últimos también acaban cooperando: en cierto modo, la disposición de los cooperadores a castigar transforma a los desaprensivos en cooperadores.

Por el contrario, en sociedades más primitivas, la cooperación con extraños anónimos es muy baja: sus miembros tienden a comportarse de acuerdo con los supuestos de racionalidad y autointerés que caracterizan al proverbial homo economicus de las primeras lecciones de economía. Además, cuando los cooperadores les sancionan, suelen producirse ciclos de venganza y represalia que pueden acabar reduciendo aún más la cooperación y, por ende, el bienestar total del grupo.

Algunos de los experimentos realizados en España, al igual que diversos indicios demoscópicos, apuntan a que nos situamos en un punto intermedio entre ambos tipos de sociedades, pero los resultados no son concluyentes. (Los incentivos empujan a nuestros investigadores a lograr resultados publicables internacionalmente más que a producir conocimiento útil a escala nacional, y ambos objetivos no siempre coinciden).

El asunto entraña consecuencias a todos los niveles de convivencia, como ilustra la siguiente anécdota. Con ocasión de la pasada fiesta nacional, la plataforma Libres e Iguales organizó una iniciativa de apoyo a la Constitución consistente en vitorear mediante un video al Jefe del Estado. Contó con el apoyo de un amplio número de personas de diversa ideología (incluido quien esto escribe), pero la mayoría de los invitados se negó a participar. Para señalar la escasa disposición de muchos españoles que cabe suponer constitucionalistas a contribuir a una iniciativa que entendían en sintonía con el bien común, los organizadores incluyeron al final del video una muestra de las excusas recibidas, que iban desde “No quiero aparecer junto a personas de derechas”, a “Acabo de escribir un artículo a favor del Rey”, “Me debo a mis clientes o “Estoy en una competición importante”.

Algunos percibimos este señalamiento como un error porque atacaba el derecho de cada individuo a decidir cuánta libertad política quiere permitirse (“Tendría que pedir permiso a mi empresa”). También porque algunas de las citas no eran del todo anónimas y señalaban a algunas personas que han hecho mucho por España. Asimismo, otras reflejaban la desesperanza de quien está de vuelta de ese tipo de esfuerzos (“Los que nos tenían que proteger nos han abandonado”).

Más importante, este tipo de crítica quizá desafina en la sociedad española por un motivo más fundamental, que queda de relieve cuando entendemos ese señalamiento como una pequeña sanción del tipo que acabo de describir. Vista desde esa perspectiva, la sanción pretendería reprochar el supuesto incumplimiento de una norma social de contribución al común, relativa al homenaje al Rey como representante de la ley formal que es la Constitución. Sin embargo, tal reproche tiene escaso sentido, pues, en contraste con esa ley formal, apenas existe en España acuerdo social acerca de las normas informales de celebración colectiva entre las que se inscribía la iniciativa.

Además, aunque existiera acuerdo sobre dichas normas informales, la sanción podría ser inadecuada desde el punto de vista práctico e incluso moral. Cierto que los experimentos sobre bienes públicos a los que me refería hace un momento indican que en las sociedades más desarrolladas las sanciones contra quienes se niegan a aportar al común modifican las conductas, de modo que los no cooperadores empiezan a cooperar. Pero, por el contrario, en sociedades ancladas en estructuras más personalistas suelen generar ciclos de venganza y represalia contra los cooperadores o contra todos los participantes, y a menudo acaba reduciéndose el nivel global de cooperación. Por último, y es un aspecto clave para relativizar posibles tentaciones de superioridad moral, dentro de cada marco cultural ambas reacciones activan las mismas emociones morales.

En todo caso, es discutible cuál pueda ser en España la estrategia más idónea para aglutinar esfuerzos de cara a alcanzar un “equilibrio” cooperativo superior. En concreto, es dudoso que pase por señalar conductas que son percibidas como no cooperativas solo respecto a una norma social minoritaria y desde un marco cultural que no está claro que sea el dominante, máxime si la naturaleza y circunstancias del caso hacen que este resulte difuso y discutible. Más que aunar voluntades, tal vez las segrega.

Otro resultado experimental podría ayudarnos a esclarecer lo que tal vez sucede en España. En el laboratorio, cuando la autoridad para sancionar se centraliza en un sujeto, los experimentos suelen dar resultados muy diversos. Quizá lo que menos toleramos los españoles es que nos sancionen o reprendan nuestros iguales; pero aceptamos en cambio de mejor grado el castigo que nos inflige el cura, el maestro, la policía o el presidente, ya sea este el del Gobierno, el del partido o el de la comunidad de vecinos.

No se tomen esta hipótesis muy en serio; pero, si se confirmara, invita la pregunta de cómo podemos hacer más eficaz la responsabilidad de nuestros gobernantes, principales agentes normativos no ya en el plano formal sino también en el informal. Máxime cuando vivimos en una democracia amoral, en la que hacemos poco por informarnos y solemos votar como forofos. Quizá sólo nos queda esperar el regalo de algún poder exógeno que, por una vez, haga honor a sus raíces luteranas.