La generación más engañada

Voz Populi, 17 de enero de 2021

El Gobierno ha promulgado una nueva Ley de Educación. Aumenta ésta las restricciones de los centros concertados, lo que contradice tanto la lógica económica, pues son menos costosos, como la opinión de los propios ciudadanos, que los prefieren masivamente a los públicos.

Es lo de menos. Lo peor es que, con el fin de esconder el abandono escolar, la Ley también opta por rebajar aún más los estándares de exigencia. Las consecuencias serán nefastas para los más humildes, sobre todo esos analfabetos funcionales a los que ahora regalaremos un título vacío de todo contenido. No obstante, se equivocan los padres de clase media si creen que esa menor exigencia no dañará la formación de sus hijos.

Cierto que los chicos de clase media son, en promedio, mejores estudiantes. Por algo se crían en un ambiente familiar más culto y cuentan con más recursos de todo tipo. Sobre todo, con la capacidad de sus familias para educarles, así como la gran ventaja de que sus padres pagan por buenos colegios públicos al comprar piso en los barrios caros de nuestras ciudades. Por eso es tan clasista el deterioro de la enseñanza al que nos condena el falso progresismo educativo: las familias humildes ni saben ni pueden combatirlo. Sucede así sobre todo desde la LOGSE de 1990; pero no se dejen engañar: la tendencia se remonta, al menos, a la Ley General de Educación de 1970.

La menor exigencia para pasar de curso o aprobar se traslada enseguida entre colegios, y dentro de cada colegio y cada clase. Como lleva ocurriendo desde hace décadas, no serán los buenos estudiantes los que tiren de los malos hacia arriba, sino los malos los que arrastren a los buenos hacia abajo. Si al analfabeto se le aprueba y pasa de curso, al que aplica las cuatro reglas y escribe sin faltas de ortografía, se le considera un sabio. Si al que saca el bachiller de ciencias se le tiene poco menos que por un genio, el alumno excelente queda condenado a aprender muy por debajo de su potencial, y ello a pesar de que hace apenas veinte años hubiera sufrido para aprobar el COU, por no hablar del antiguo “Preu”.

Este derrumbe de los estándares de exigencia lleva a que muchos de los mejores estudiantes y sus padres se formen unas expectativas cada vez más infundadas acerca de la formación y la valía de los jóvenes. La realidad solo se impone si y cuando empiezan a trabajar, y ello en dura competencia con las excusas habituales que les proporciona la magia exculpatoria de designar a la generación más titulada como “la más preparada”.

Permítame ilustrarlo con una anécdota. Cada curso, en una de las mejores facultades de Economía y Administración de Empresas, de esas que presumen de dar muchas clases en inglés y de las altas “notas de corte” que alcanzan sus alumnos en la selectividad, un equipo de estudiantes de último curso elabora un proyecto de consultoría sobre desarrollo profesional. Tras familiarizarse con la literatura científica en el asunto, deben aplicar sus conocimientos para identificar deficiencias y definir pautas y metas de desarrollo personal para los jóvenes graduados de su propia promoción.

El objetivo es instarles a reflexionar sobre su carrera profesional. Sin embargo, año tras año, sin fallo alguno desde 2007, los estudiantes intentan esquivar esa demanda. Pretenden, en cambio, centrar el proyecto en cómo deben modificar las empresas sus puestos de trabajo para satisfacer las demandas de sus nuevos empleados. En el fondo, pretenden enseñar a sus futuros empleadores cómo deben adaptarse a las demandas de los propios jóvenes. Unas demandas que ellos consideran fijas o que, al menos, no están en principio dispuestos a alterar. Por el contrario, el encargo que reciben es muy claro, al considerar fijos los puestos de trabajo y pedir que analicen qué pasos deben dar ellos para adaptarse y tener éxito en su inminente vida laboral.

Algunos padres están orgullosos de que sus retoños exijan este cambio a las empresas, quizá porque es lo que ellos mismos han estado concediéndoles durante años. O quizá porque imaginan que en las empresas tales cambios son gratuitos, que es posible o incluso fácil diseñar trabajos más cómodos o menos exigentes produciendo y cobrando lo mismo. No es cierto. Nada es gratis, y, además, quién mejor sabe cómo hacer productiva una actividad no son ni los jóvenes ni ese especial tipo de padres.

Aun así, podría pensarse que ambas perspectivas son igual de válidas, y que simplemente se requiere una adecuación, ya sea de la oferta de los jóvenes o de la demanda de las empresas. Si ahí radicase todo el problema, el ajuste sería sencillo; si los jóvenes en verdad prefieren puestos menos exigentes, las empresas pueden adaptarse fácilmente pagándoles un salario inferior, acorde con la menor productividad derivada de esa menor exigencia. Pueden también mover sus actividades fuera del país o importar titulados de otros países. De hecho, es esto último lo que empezaron a hacer las firmas auditoras cuando, en medio de la burbuja de crecimiento económico que vivimos en la primera década del siglo, sus empleos eran despreciados por los graduados nativos.

Por tanto, debemos preguntarnos si es o no cierto que los nuevos titulados prefieren puestos de trabajo de baja exigencia a cambio de un salario menor. La explicación optimista es la de que han cambiado las preferencias de los jóvenes, y que simplemente desean trabajar menos y conciliar más la profesión con una vida personal de mayor calidad. Era este un argumento muy socorrido durante la burbuja. Se decía entonces que los jóvenes se estaban adaptando racionalmente a una situación económica que les era muy favorable, así como al bienestar económico general y a la mayor riqueza de sus familias.

Ciertamente, caben pocas dudas de que el bienestar modifica las actitudes y valores hacia el trabajo. Sin embargo, las crisis posteriores han venido a desmentir esa explicación optimista porque, si bien, primero, la crisis de 2008, y, ahora, la crisis de la pandemia nos han hecho mucho más pobres, las actitudes hacia el trabajo siguen siendo muy parecidas. Aunque a otro nivel o con manifestaciones distintas, seguimos observando similares desajustes a los anteriores a la primera crisis.

Por ello, me inclino a pensar que, más bien, lo que quieren nuestros jóvenes más titulados es un trabajo llevadero pero con buen sueldo. Muchos de ellos son víctimas de un espejismo que los lleva a tener unas expectativas muy infladas de su propia cualificación y productividad. Sospecho que la adaptación de estos jóvenes a la realidad es incompleta, que sus decisiones no están bien informadas y que no son, por tanto, plenamente conscientes de las consecuencias que esas decisiones entrañan. Temo, en especial, que muchos de ellos sobrevaloran su valía y su potencial de ingresos, a la vez que infravaloran el coste de satisfacer sus necesidades, tanto actuales como futuras.

Me reafirman en esta creencia los resultados que obtiene, en esa misma facultad y asignatura, otro equipo de estudiantes que recibe el encargo de estimar qué ingresos necesitan lograr los jóvenes graduados para financiar el nivel de vida que esperan disfrutar. Es notable que, en cuanto se paran a pensarlo, saben bastante bien lo que quieren: cuántos hijos quieren tener y en qué colegios desean educarles, en qué barrio y en qué vivienda quieren vivir, qué coches aspiran a conducir y dónde quieren pasar las vacaciones, etcétera. Su desconocimiento es, sin embargo, total en cuanto a los precios; y su sorpresa mayúscula cuando atisban que, incluso tras varios años de experiencia laboral, los ingresos medios de un profesional solo alcanzan para cubrir entre un tercio y la mitad de los costes de su nivel esperado de vida.

Tengo la impresión de que estos jóvenes han sido doblemente engañados, en su casa y en la escuela. En casa, les han educado en una lógica de consumo que va mucho más allá del mero consumismo de mercancías. La consecuencia más grave de que los padres contemplen a sus hijos como bienes de consumo (recuerden el inmoral dicho de “yo quiero disfrutar de mi hijo”) es que su prioridad resida más en hacer que el hijo se sienta feliz —cuidándose para ello de eliminar de su camino todos los obstáculos (como los “padres quitanieves” de Estados Unidos) y de que sufran las mínimas frustraciones— que en lograr su desarrollo personal como adulto capaz e independiente. Muchos jóvenes acaban así aspirando a consumir puestos de trabajo; pero no a cambio de precio, sino en el régimen de “gratis total” que han venido disfrutando.

Por otro lado, en la escuela, el instituto y la universidad hemos valorado su rendimiento con estándares muy relajados, premiándoles de forma exagerada por rendimientos mediocres (de nuevo, el fenómeno no es exclusivo de España: también en Estados Unidos preocupa la inflación de “trofeos” infantiles). De ahí que este problema de expectativas infundadas afecte más a los jóvenes con más años de estudios y que, entre ellos, afecte aún más a los que parecen ser “mejores” estudiantes, aquellos que nunca han recibido una señal negativa, pese a que en otro sistema más exigente hubieran recibido muchas. Los empollones de los dobles grados son quizá el caso más grave, debido al tipo de docencia que se administran, consistente en digerir una dosis doble de “apuntes”. Son los mismos que se derrumban incrédulos cuando su primer jefe les señala los defectos de su primera tarea profesional, defectos que todos sus profesores han omitido corregir.

Curiosamente, se da así el caso de que en nuestro desquiciado sistema de enseñanza los estudiantes que reciben una información más veraz de su (ciertamente escasa) formación quizá sean los que abandonan los estudios. Esos que nuestra flamante Ley de Educación pretende ahora engañar con el simple expediente de pasarles de curso y regalarles un título falaz e inútil. Dejarán así de ser una excepción.

En las próximas semanas, intentaré explicar quién ha engañado a los jóvenes y qué pueden y podemos hacer para revertir esa penosa situación.