El paro como oportunidad de negocio

The Objective, 19 de diciembre de 2021

Los fallos del mercado esconden oportunidades para quien descubre cómo evitarlos. Así han hecho su fortuna, por ejemplo, los creadores de Airbnb: tras percatarse de que muchas viviendas permanecían vacías, montaron un sistema para que propietarios e inquilinos, bien protegidos por su historial con Airbnb, pudieran contratar alquileres temporales. Algo similar sucede con el desempleo, gracias a que todo tipo de organizaciones ponen en contacto oferentes y demandantes de puestos de trabajo, desde cazatalentos a empresas de trabajo temporal; pasando por LinkedIn y las decenas de bolsas de trabajo online, como InfoJobs; o las plataformas que tanto han facilitado el trabajo de los freelancers.

La existencia de estas empresas demuestra que, con algo de tiempo, el mercado es capaz de curarse a sí mismo. Por desgracia, no siempre sucede así con el Estado: a menudo, el fallo de sus políticas, en vez de concitar iniciativas correctoras, a menudo sirve para justificar medidas que agravan el problema que pretendían remediar.

Sucede así con el paro, el fallo crónico de nuestra economía. Trabajar en España sale caro porque cargamos sobre el trabajo muchos impuestos. Además, ya desde principios del siglo XX, tenemos las relaciones laborales más reguladas de los países desarrollados. Salvo para el servicio doméstico, empleadores y empleados sólo han podido contratar en los términos que les dicta la ley, un reglamentismo que se consagra durante el franquismo pero que sólo se atenúa posteriormente con unas reformas más bien tímidas, como la que nos impuso la Unión Europea en 2012. Como el trabajo no es sólo es caro sino poco productivo, acabamos cobrando poco y trabajando menos.

Como he explicado en alguna ocasión, esa excepción liberal del servicio doméstico es doblemente informativa. Por un lado, el que, gracias a la libertad contractual, seamos el país europeo con mayor proporción de empleo y gasto en servicio doméstico demuestra lo fácil que sería reducir el paro… si en verdad quisiéramos hacerlo. También sugiere por qué los buenistas se oponen a liberalizar el régimen laboral general: los contratos de servicio doméstico en los que actúan como empleadores ya están liberalizados, al contrario que aquellos que suscriben como empleados.

Por desgracia, nuestra elevada tasa de paro no obedece sólo a los impuestos y las restricciones legales. Pesa también el que a muchos españoles no les compensa trabajar por el salario que pueden conseguir. Esta brecha entre la realidad y el deseo tiene dos posibles soluciones: aumentar el salario, lo cual, sin subvenciones, sólo funciona hasta el límite de lo que produce el trabajador; o bien elevar esta productividad. Aquí reside precisamente el nuevo drama de nuestro mercado de trabajo: pese a una inversión y un gasto ingentes en enseñanza, la productividad apenas mejora. Aumenta sí la titulación, la “titulitis” que sustenta ese mito tan nocivo de que las jóvenes generaciones están bien preparadas. Hace ya décadas que nuestro sistema de enseñanza pública ha ido abandonando toda pretensión de instruir y elevar la productividad para centrarse en la diversión, cuando no en adoctrinamientos aún más reaccionarios y anticientíficos.

En semejante contexto, el actual Gobierno aprovecha la oportunidad del paro para promulgar leyes que, con toda probabilidad, empeorarán el problema.

Por un lado, en cuanto a los costes, las medidas introducidas recientemente por el Sr. Escrivá han elevado aún más las cargas sociales. En vez de gravar menos el trabajo y, si acaso, si se desea mantener el nivel de gasto, gravar más el consumo, seguimos encareciendo el trabajo. Por otro lado, en la vertiente educativa, la Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de Educación (sic) y la naciente ley de universidades confirman la deriva hacia una enseñanza tan vacía de contenidos como doblemente plagada de propaganda, tanto en el contenido ideológico del currículum como, quizá peor, en una demagogia más sutil que se concreta en la sistemática inflación de aprobados, notas y títulos.

Pero la novedad estos días es el borrador de la nueva ley de empleo, que vendría a convertir el actual Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE) en una comprehensiva Agencia Española de Empleo, ampliando sus funciones y competencias, con lo que generará buen número de nuevas oficinas, cargos e innumerables empleos… públicos. Baste señalar la flamante “Oficina de Análisis del Empleo [creada] para fomentar la investigación, el estudio y el asesoramiento en materias relativas a las políticas de empleo y la elaboración, publicación y divulgación de documentos en torno al empleo y la ocupación que puedan resultar útiles al Sistema Estatal de Empleo”. Una vez más, se usa la excusa de las políticas basadas en la evidencia para lucrarse fabricando evidencia basada en las políticas.

Asimismo, lejos de facilitar el empleo, el borrador introduce estímulos y restricciones adicionales a la contratación, desde las dirigidas a fomentar el “empleo digno” (la hidalguía no es menos ilusa por ser comunista) a las que buscan proteger un conjunto ampliable de 14 “colectivos” vulnerables, que incluye desde viejos a jóvenes con baja cualificación y a “las personas sexual o afectivamente diversas”; o las que prevén castigar sin subvenciones a las empresas de sectores con predominio masculino que en el último año no hayan aumentado el porcentaje de empleo femenino.

En resumen: lejos de corregir el rumbo de nuestro voluntario dislate laboral, el borrador utiliza el problema del paro para multiplicar las funciones de la Administración Pública, creando un mastodonte burocrático, el Gosplan del paro. Pese a que la gestión de las políticas activas de empleo es competencia exclusiva de las autonomías, el borrador amplía las funciones del Estado y los ayuntamientos, cargando a todos ellos con nuevas obligaciones. Por ejemplo, garantiza al parado una larga serie de nuevos servicios que incluyen la “orientación, formación, intermediación y asesoramiento para el empleo”. Cada parado tendrá ahora un “profesional tutor, debidamente cualificado [que] prestará a las personas demandantes de empleo una atención individualizada en todo el itinerario formativo y profesional que se haya diseñado para mejorar su empleabilidad”. Damos así otro paso hacia ese “mundo feliz” donde el ciudadano disfrutará de tutoría estatal permanente: son ya tantos los tutores que entre escuela y vejez apenas quedan ovejas sin pastorear. Sólo falta que nos obliguen a confesarnos con ellos.

Además, no contento con expandir un sistema de empleo público notoriamente inepto y ocasionalmente corrupto (recuerden el fraude de los cursos de formación), la ley obligará tanto a las agencias públicas como a las empresas privadas a ceder sus datos a la nueva Agencia, coordinar sus sistemas informáticos y sujetarse a una serie de indicadores de funcionamiento, así como a todos los empleadores a informar de sus vacantes y procesos de selección. (¡A confesar!). Al coste que todo ello comporta, añádanle pues el riesgo de que el sector de intermediación se cartelice o se acabe contaminando con los vicios de la burocracia estatal.

De salir adelante, esta nueva ley confirmará una vez más mi proposición inicial: la competencia en el mercado libre tiende a curar sus propios fallos; el monopolio de nuestro estado regulador (el estado real, no el que, sin fundamento alguno, suponen los interesados en expandirlo) le lleva a agravar los suyos.