El alquiler en manos de curanderos

The Objective, 17 de abril de 2022

En materia de vivienda, el Gobierno sigue confundiendo el síntoma de que los precios sean altos con las causas, que guardan relación con la escasez de oferta y últimamente con la inflación. Por eso sigue dando palos de ciego. Su decisión de topar la actualización de rentas, que critiqué hace poco, sólo será un aperitivo si logra sacar adelante su Proyecto de Ley por el derecho a la vivienda (que no de vivienda), ahora mismo en discusión en las Cortes. Entre su colección de dislates, pretende limitar las rentas en las áreas de precios altos. Justo lo que hace falta para que, al reducir aún más la oferta de nuevos alquileres, suban allí más sus precios.

Lo saben bien en St. Paul, Minnesota, ciudad que introdujo un estricto control de alquileres en noviembre de 2021. Como demuestran Kenneth Ahern y Marco Giacoletti, no sólo el valor de las viviendas ha caído desde entonces entre un 6-7% para las viviendas en propiedad y un 12% para las alquiladas, sino que sólo han salido ganando los inquilinos de más ingresos, y ello a costa de los propietarios más humildes. Estos efectos son contrarios a los objetivos que predican los profetas del control de precios; pero es ésta una contradicción, más que habitual, sistemática. Sin ir más lejos, los efectos iniciales del control de precios que estableció en Cataluña una Ley de 2020, luego declarada inconstitucional, también eran contrarios a los que pregonaba su legislador autonómico.

Estos resultados perversos han sido documentados con frecuencia. Por eso, alguien tan socialista como el Nobel sueco Gunnar Myrdal llegó a afirmar que “el control de alquileres constituye la peor política de gobiernos sin visión ni valor”. Su compatriota y correligionario Assar Lindbeck solía bromear que “es el modo más efectivo de destruir una ciudad, excepto bombardearla”. Aunque un ministro vietnamita después vino a contradecirle: según el comunista Nguyen Co Thach, los bombardeos “estadounidenses no lograron destruir Hanoi, pero nosotros sí lo conseguimos con nuestra política de bajos alquileres”.

Claro que a los españoles no nos hace falta ir tan lejos para comprobarlo. Los ensanches de nuestros ciudades se construyeron en unas pocas décadas tras la Ley de inquilinatos de 1842, cuando el estado liberal protegió la libertad de las partes para pactar las condiciones del arrendamiento, incluida su terminación. Gracias a esa libertad contractual y a la seguridad del derecho de propiedad, España contaba a principios del siglo XX con un pujante mercado de alquiler. Los edificios del XIX que hoy tanto admiramos fueron construidos para alquilarlos por pisos.

Sin embargo, tras promulgarse una serie de normas a favor de los arrendatarios actuales, ese mercado acabó convertido en un mercadillo artesanal, informal y personalista, con pocos arrendadores profesionales y especializados: en el 87,5 % de los alquileres privados el arrendador es ahora un individuo, por lo que su actividad merece verse como artesanal. Los grandes arrendadores no alcanzan ni el 5% del total de viviendas en alquiler.

Se inicia esa regresión legal con el decreto del conservador Bugallal en 1920, que otorga al inquilino la opción de prorrogar el contrato sin aumento de renta. Esta opción fue diluida para viviendas de nueva construcción por la República en diciembre de 1931 pero acabó siendo “mantenida a ultranza” por Franco con la Ley sobre arrendamientos urbanos de 1946.

Al establecer la prórroga indefinida, restringir los desahucios y congelar los precios en un entorno inflacionario, estas normas transfirieron una gran parte del valor de las viviendas a los arrendatarios. En esa medida, destruyeron los incentivos para invertir en mantenimiento y construcción. Los propietarios dejaron de alquilar o lo hicieron a precios elevados, cobrándose con ese sobreprecio el descuento que esperaban que provocase la inflación futura.

Los nuevos arrendatarios potenciales tuvieron que pagar alquileres más altos o convertirse en propietarios. A medio plazo, lo que había sido un boyante mercado de alquiler se fue achicando y la dictadura hubo de facilitar el acceso a la propiedad. España pasó de tener un 46% de vivienda en alquiler en 1950, una cifra similar a la que tiene hoy Alemania, al 25% que tenemos en la actualidad.

Con algunos paliativos, como la actualización parcial de rentas antiguas y la posibilidad que abre la ley de 1964, luego escamoteada, de pactar la actualización de la renta, esas reglas franquistas permanecieron vigentes hasta que, en 1985, Decreto Boyer devuelve a las partes su derecho a adaptar a su gusto la duración, el precio y las condiciones de prórroga y actualización de los nuevos alquileres.

Por desgracia, nuestros gobernantes enseguida volvieron a las andadas, y ya la ley de 1994 otorga al inquilino el derecho a prorrogar el contrato. Observen la falsedad del lenguaje, pues la ley no da al inquilino nada que éste no pudiera contratar por sí mismo. Lo que la ley hace es obligarle a que el contrato incluya esa opción a su favor, una opción que será valiosa para unos inquilinos pero no para otros, y que, al ser costosa para el propietario, éste cobrará, excepto aquel propietario que sólo estaría dispuesto a alquilar a corto plazo; pero que, visto que se lo prohíben, se abstendrá de hacerlo, reduciendo así la oferta de alquiler.

En los últimos años, las cosas han ido a peor. Tras una liberalización casi homeopática en 2013, nuestros actuales progresistas insisten en repetir los errores de los conservadores de 1920 y los franquistas de 1946. Ya entre 2018 y 2019 alargan la duración mínima de los contratos, limitan la actualización al IPC, atribuyen los gastos de gestión al arrendador persona jurídica, establecen índices de referencia autonómicos para controlar los alquileres, y ralentizan las resoluciones judiciales y los lanzamientos. Asimismo, a raíz del covid, el Gobierno establece reducciones, moratorias y prórrogas, además de suspender lanzamientos y conceder numerosas ayudas.

Ahora, con el mencionado Proyecto de Ley, propone limitar las rentas por debajo de su nivel de mercado en las zonas que se consideren “tensionadas” (aquellas donde más hayan subido). Esta medida reduciría la oferta justo allí donde más urge aumentarla, sin que puedan remediarlo los beneficios y recargos fiscales con que pretende animarla. No es especulación: la prensa ya habla estos días de “fuga de casas en alquiler”. El legislador está aún a tiempo de remediarlo. De lo contrario, una vez más, al confundir los síntomas del problema (los precios) con sus causas (la escasez de oferta), su torpe ocurrencia acabará agravándolo.