The Impossible Reform of Healthcare

Arruñada, Benito (1991), “The Impossible Reform of Healthcare,” Cambio 16, 1040, Octuober, 62-63.

La actual organización de la sanidad pública provoca un crecimiento insostenible de sus costes, que va a exigir tarde o temprano una reconver¬sión radical. Los problemas tienen dos orígenes principales, relacionados con la demanda y la oferta de asistencia sanitaria: por un lado, la gratuidad provoca una escasez sistemática; por otro, la provisión pública es ineficiente. El informe de la comisión presidida por Fernando Abril recomienda cobrar tasas moderadoras y otras medidas para contener el exceso de demanda, y convertir los hospitales en empresas públicas con el fin de lograr la eficiencia.

Descartado que se privatice tanto la financiación como la provisión de los servicios sanitarios, o bien se perfecciona su organización o se inventa otro modelo. El Informe opta por ir creando un complejo sistema de mer¬cado interno que mezcla financiación pública con incentivos privados. Se basan en la creencia de que la burocracia administrativa no sirve para ges¬tionar la sanidad debido a la complejidad y volumen de ésta. La objeción fundamental a este diagnóstico es que nuestra sanidad, hoy por hoy, no se rige por una burocracia, sino por el caos. Buena prueba de ello es que los cuadros decisores no son precisamente una élite profesional, los horarios se incumplen, las sanciones no se aplican y los presupuestos se exceden año tras año.

Consideremos un aspecto concreto. Recomienda el Informe que tanto los hospitales como las áreas de salud se conviertan en sociedades anónimas estatales, en la idea de que la autonomía favorece la eficacia. Sin embargo, no garantiza mayor eficiencia. Sobre todo, si, como es previsible, los órganos de gobierno resultan dominados de hecho por los sindicatos y la nomenklatura médica. La actual situación universitaria muestra cómo una mayor autonomía sin competencia ni responsabilidad puede aumentar los costes sin mejorar la calidad. Es probable que los hospitales utilizasen su mayor autonomía para explotar su posición de monopolio, y, sobre todo, para conceder mejores salarios y condiciones laborables, sin verse de hecho amenazados por la quiebra. La situación de algunas empresas públicas es aleccionadora a este respecto.

El Informe también juzgaba necesario flexibilizar el régimen laboral, aunque salvaguardando los derechos adquiridos. Sin embargo, es posible que buena parte de la reforma de verdad necesaria consista en reducir aquellos derechos que se traducen en menor esfuerzo y productividad. Una parte sustancial del aumento de costes de los últimos años se ha destinado a aumentar las rentas de los empleados sanitarios, y ello justo cuando disminuía su productividad: los salarios han subido muy por encima de la inflación, y las condiciones laborales han mejorado, disminuyendo en especial el horario de trabajo.

Muchos reformadores sanitarios encuentran una tabla de salvación en aplicar técnicas de control de gestión empresarial, desde estimar costes a convertir cada departamento hospitalario en un centro de responsabilidad evaluado por indicadores contables de coste o beneficio. Por desgracia, incluso en la empresa, las posibilidades de la técnica contable son más limitadas de lo que se suele creer: la función básica que desempeña la contabilidad interna no es ayudar a la toma de decisiones, sino una más modesta consistente en facilitar el control y evitar el fraude. Por el contrario, los objetivos reformistas son ambiciosos. Se aspira a controlar¬lo casi todo mediante un sistema de planificación que, una vez desarrolla¬do al límite, intentaría imitar incluso el funcionamiento incentivador del mercado. Además, la situación de la sanidad española hace cuando menos prematura la aplicación de técnicas sofisticadas. Así, aun después de gastar mucho dinero en sistemas contables, todavía se ignora el número de empleados o el de camas, se carece de inventarios, y, cuando tales sis¬te¬mas consiguen proporcionar algún número, es mejor no utilizarlo, pues distan de ser fiables.

Un plan menos pretencioso y más eficaz intentaría controlar sólo los despilfarros más graves. El problema principal con que se encontraría—y que de hecho ha encontrado en las últimas décadas—no sería de tipo técnico, sino disciplinario: para gestionar, no basta con evaluar el rendimiento; también es preciso recompensarlo. No hace falta un mecanismo perfecto de evaluación, pero sí es imprescindible tener la voluntad y la capacidad para disciplinar, llegado el caso. Los intentos en este sentido han sido contradictorios. Quizá por un malentendido ideológico sobre la función y los ámbitos que son propios de la jerarquía, la autoridad y la democracia, se ha ido desbaratando el sistema tradicional de estímulo basado en la carrera profesional, se ha intentado gestionar por consenso, y se han introducido primas variables, en un injerto contradic¬torio de dudosa eficacia. Además, hoy apenas existen sanciones, de modo que, por falta de voluntad política o de instrumentos jurídicos, subsisten fraudes sistemáticos, como la venta encubierta de recetas de pensionista, el uso privado de medios clínicos o el incumplimiento del horario.

Pese a su escasa eficacia, es probable que las recomendaciones contables sean aplicadas, ya que vienen a reforzar la política de años anteriores, y, sobre todo, no dañan intereses creados. Es más, dan pie a nuevas funciones y puestos técnicos. En la misma línea se inscriben las recomendaciones tendentes a crear o ampliar los organismos de planificación. Últimamente, se ha disparado la proporción de recursos que nuestras Administraciones Públicas dedican a labores de planificación y apoyo al ejercicio de sus tareas, ya sean éstas la educación, la sanidad o el gobierno. Las propuestas más fácilmente aplicables del Informe contribuirán a esta tendencia, repercutiendo en un mayor papeleo y en que se dediquen más recursos a planificar la asistencia sanitaria—en teoría, apoyando la actuación de los que sí la proveen, pero a menudo obstaculizando su tarea—. Así, es probable que, como recomendó el Informe, se apliquen nuevos sistemas contables, se creen organismos acreditadores, se amplíe las actividad estratégica del Consejo Interterritorial del Servicio Nacional de Salud, se instalen mecanismos para evaluar las nuevas tecnologías y medicamentos, y hasta se inaugure un Instituto de estudios económico-sanitarios.

El Informe rinde pleitesía a la retórica solidaria, lo que impide analizar a fondo algunas cuestiones. En realidad, la situación actual dista de ser equitativa, pues favorece a los pacientes capaces de evitar el racionamiento y las listas de espera, a las áreas geográficas que logran mayores asignaciones presupuestarias—el gasto sanitario público por persona protegida es un 51,40% mayor en Navarra que en Galicia—, y a los empleados y usuarios que carecen de escrúpulos morales y están en situación de aprovecharse. Por no hablar de que la equidad que se presupone a un sistema gratuito es engañosa, pues la gratuidad fuerza a sobreconsumir, y el sistema adolece así del defecto clásico de la caridad, imponiendo una parte de la población sus preferencias al resto. Con el agravante de que los receptores de esta caridad sanitaria también la financian, al parecer sin enterarse.

Precisamente para concienciar sobre el gasto, el Informe recomienda que los usuarios abonen tras recibir las prestaciones una tasa de importe simbólico—“ticket moderador” según la jerga al uso—. El cobro de tasas moderadoras ha sido descartado ya por el Gobierno, en una respuesta previsible a la impopularidad de la medida. Llama la atención la facilidad con que se desvió el debate hacia dos asuntos secundarios, como son las tasas moderadoras y el pago del 40% del coste de medicamentos por pensionistas. En general, las reacciones al Informe han sido reveladoras de nuestra escasa educación cívica. La democracia y el aumento de la presión fiscal no parecen habernos enseñado gran cosa sobre quién paga los servicios públicos “gratuitos”.

Sin embargo, la conciencia sobre el gasto público es un pilar básico de una democracia auténtica. Las reacciones al Informe Abril ponen de manifiesto el largo camino que nos queda por recorrer y urgen a plantearse el asunto en toda su amplitud. La forma cómo se cobran los impuestos escamotea a muchos españoles la posibilidad de informarse sin esfuerzo sobre cuánto nos cuestan y quién paga los servicios públicos. Pocos trabajadores de salario mínimo saben que la Seguridad Social recibe casi la mitad del valor de su trabajo. Es necesario que conste en las nóminas la realidad económica; romper la ficción que distingue entre cuota patronal y obrera a la Seguridad Social; y, aun mejor, que las empresas paguen el total bruto y los ciudadanos domicilien las cargas sociales en sus cuentas bancarias. Aplicando este sistema a las retenciones del Impuesto sobre la renta se evitaría también la aparente anomalía de que muchos contribu¬yentes consideren que sólo pagan a Hacienda cuando les resulta positiva la declaración, y que se enfaden por pagar un pequeño ajuste anual, aunque su importe sea inferior al de una sola de las retenciones mensuales.

El riesgo —ya casi confirmado— es que se apliquen sólo las recomenda¬cio-nes más cuestionables del Informe: aquéllas que proponen nuevas tareas para los cuadros centrales del Ministerio y las que defienden la instalación masiva de sistemas contables. Es probable que el Informe estimule también la tendencia a preocuparse por la calidad aparente o “hotelera” de la asistencia. En el fondo, la opinión pública española es conservadora y contraria a las propuestas que actúan sobre la demanda, que son las más impopulares y ya han sido rechazadas. Para bien o para mal, los cambios de fondo habrán de esperar a un mayor deterioro. La imaginación política del país parece atenazada por un telón de acero mental. Quizá también aquí el colapso integral es un prerrequisito del cambio.